Sunday, July 02, 2006

MISERIA DE LA ÉTICA

Castoriadis - MISERIA DE LA ETICA



Cornelius Castoriadis



_________________________________________________________________________


Desde hace siglos -prácticamente desde Kant -, la ética parecía convertirse en una disciplina cada vez más académica, pariente pobre de la filosofía o materia de catecismo religioso. Aunque ciertamente hubo, por ejemplo, Las dos fuentes de la moral y de la religión de Bergson o El formalismo en la ética y la teoría de los valores substantivos de Max Scheler, a excepción de estas obras y de alguna otra, los autores más importantes del siglo XX -Husserl, Heidegger, Witehead– no hablaron casi de ética, como tampoco de política. Sin embargo, desde hace unos veinte años asistimos a un retorno aparentemente ofensivo de un discurso que se reclama ético. Por lo pronto, el término discurso es excesivo. En el peor de los casos, la palabra ética se utiliza como un eslogan y en el mejor no indica más que un malestar y una interrogación. ¿Cómo se explica ese vuelco? Las razones son sin duda múltiples y complejas. Me parece que tres de ellas se imponen a primera vista.

En primer lugar, hay una particularidad en la historia de los siglos XIX y XX: son los primeros de la historia que pueden calificarse de siglos de la política. Napoleón recogido por Hegel: en los tiempos modernos la política ocupa el lugar del fatum antiguo. La era abierta por las revoluciones americana y francesa (y previamente por la Ilustración), continuada durante el siglo XIX por el movimiento democrático y el movimiento obrero -una era que parece clausurada con la aniquilación de la ideología marxista-leninista y el desmoronamiento de los regímenes totalitarios que a ella se reclamaban- es la era que, más que cualquier otro período de la historia humana, parece haber confiado a la política un papel central en la solución de los problemas humanos, convocando a la vez, para bien y a veces para mal, una participación masiva de los pueblos en las actividades políticas.

Golpe de retroceso: la bancarrota fraudulenta del comunismo, sí, pero también la creciente decepción de la población ante la manifiesta impotencia del liberalismo conservador, la privatización de los individuos en una sociedad cada vez más burocratizada, librada a los supermercados y a los mass media, la corrupción y/o la nulidad de los políticos profesionales y finalmente, la desaparición de un horizonte histórico, social, colectivo, político, hace tiempo que ya han desprestigiado el nombre mismo de la política, convertido en sinónimo de demagogia, combina, maniobra, cínico afán de poder por todos los medios. En tanto que para Marx, por ejemplo, el combate colectivo de transformación de la sociedad parecía aún englobarlo todo (una posición claramente expresada y racionalizada por Trotsky en La moral de ellos y la nuestra), la monstruosidad de los regímenes comunistas empujó a muchos de los mejores a rechazar toda visión y perspectiva globales de la sociedad (una posición que llevaba a su análisis último es una mere incoherencia) y a buscar en las respectivas conciencias individuales (o en principios trascendentales) las normas capaces de animar y orientar la resistencia a duchos regímenes.

En segundo lugar. hay otra gran actividad masiva, también producto original de esta fase de la historia de la humanidad que ha conocido un desarrollo sin precedentes y que ha pretendido rivalizar con la política como depositaria de soluciones universales para los problemas de la humanidad: La ciencia o, mejor dicho, la tecnociencia, también deja de parecer incontestable a partir de un cierto momento. No es que el hombre moderno se haya completamente desembarazado de su creencia mágico-religiosa en "la ciencia", pero desde las bombas de Hiroshima y Nagasaki y la constricción de Oppenheimer, pasando por la progresiva destrucción del medio ambiente hasta alcanzar la procreación asistida y las manipulaciones genéticas, crece constantemente el número de aquellos que dudan de la innata benevolencia de los descubrimientos científicos y de sus aplicaciones. De ahí esa aparente respuesta a los interrogantes surgidos, plasmada en la creación de "comités de ética" y cátedras de bioética en las universidades.

Finalmente, inútil es insistir sobre ello, la crisis general de un las sociedades occidentales, una crisis de "valores" y más profundamente, una crisis de lo que yo denomino significados imaginarios sociales, esos significados que son el factor de cohesión de la sociedad y en cuya crisis hay que incluir la bien llamada "crisis de la filosofía" (la "clausura de la metafísica greco-occidental", onto-teo-logo-falo-céntrica, proclamada por Heidegger y otros) conduce a reacciones tendientes a revivir o a replantear éticas tradicionales, como por ejemplo McIntyre (After Virtue, una ética "neo-aristoteliana"), Habermas y su "ética de la comunicación" o Rawls con su teoría cuasi-kantiana de la justicia. En todos estos casos se manifiesta un rechazo, si no a todo lo político, sí a la gran política al intento de derivar de una ética, definida de una a otra manera, los criterios capaces de orientar, si no a la acción en general, al menos los actos y comportamientos singulares. No se posible dejar de constatar el parentesco de ese giro con el repliegue a la esfera de lo "privado" que caracteriza a la época y a la ideología "individualista".

Tampoco es posible, si nos queda alguna memoria histórica, evitar e1 paralelo con el giro hacia el hombre privado y el florecimiento de filosofías centradas en su conducta de hace 23 siglos, después del ocaso de la polis democrática griega, justamente constatado por Hegel (Lecciones sobre la filosofía de la historia). Ya volveré a ello.


Incoherencias y desconocimiento

Enfaticemos de salida las incoherencias elementales patentes de esas actitudes, por lo menos cuando pretender ser más que una reacción visceral frente a las monstruosidades del totalitarismo y de su tentativa de subordinarlo todo a una seudo-política, burdo camuflaje de una manía de dominación ilimitada. Dichas reacciones olvidan una evidencia fundamental: todos nuestros actos encuentran una condición de posibilidad efectiva, tanto en lo que se refiere a su materialidad como a su significación, en el hecho de que somos seres sociales viviendo en un mundo social, que es lo que es por estar constituido así y no de otra manera. No somos "individuos" flotando libremente por encima de la sociedad a de la historia dotados de una capacidad para decidir soberanamente, desde el absoluto, qué hacer, cómo hacerlo y cual será el significado de esos actos. Ciertamente, tampoco estamos determinados por nuestro entorno o situación pero estamos infinitamente más condicionados de lo que quisiéramos admitir y, sobre todo, en tanto individuos, no podemos escoger las interrogantes a las que estamos sometidos, ni los términos en que se formularán, y menos aún, el sentido último de nuestra respuesta dada. Las consecuencias de nuestros actos, una vez arrojadas al engranaje social a histórico, se nos escapan y ese proceso no puede ignorarse.

No hay determinación de nuestros actos pero si condiciones. Y estas de ningún modo son "externas". ¿Hubiera sido Kant el mismo de haber nacido en Burgos en vez de en Konigsberg? De entre esas condiciones, muchísimas nos escapan y siempre se nos escaparán. Nadie podrá elegir jamás el sitio y la época de su nacimiento o la situación y el carácter de sus padres. No obstante, una parte de las condiciones depende de nosotros y esa parte puede, en principio, ser
cuestionada y, dado el caso, transformada. Es la que se refiere a las instituciones explícitas de la sociedad. En ese sentido, la verdadera política no es más que la actividad que, partiendo de una interrogación de la forma y contenido deseables de esas instituciones, adopta como objetivo la puesta en marcha de instituciones que consideramos mejores, especialmente las que permiten y favorecen la autonomía humana.

Una vez clarificado esto, se ve que la política se superpone a la ética sin eliminarla. Aristóteles tenía razón al decir que es la más arquitectónica de las ciencias relativas al ser humano (Etica a Nicómano). Detengámonos en una imagen: si la casa está mal construida, todo esfuerzo por vivir bien en ella será en el mejor de los casos una chapuza poco satisfactoria. Detengámonos también en el nombre correcto de las colas. Cuando disidentes heroicos como Bokovski, Solzhenitsin, Sájarov, Havel, Konrad, Michnik, Kuron, Geremek y tantos otros se oponían al totalitarismo comunista, cualesquiera que fueran sus motivaciones profundas -éticas, religiosas, etc.- o la manera de justificar sus acciones a sí mismos y hacían propuestas para reemplazar al sistema existente, lo que evidentemente hacían era política (aunque dijeran lo contrario). Ellos juzgaban absolutamente malos no solamente las actuaciones de los comunistas, sino el régimen que estos habían instaurado y que permitía esas actuaciones. Pensaban que otro régimen (quizás, en ese caso, casi cualquier otro régimen) sería mejor y que, en cualquier caso, la destrucción del régimen instalado era la precondición necesaria para toda discusión acerca de un régimen mejor y de su gestación. Su acción política, éticamente motivada y sin duda válida, al atacar las instituciones en tanto tales, trascendía la ética y se convertía ipso facto en política.

Voy a ilustrar, con dos ejemplos de actualidad, ese lugar soberano de la política correctamente concebida dentro del quehacer humano.


La bioética, la mentira

Los periódicos están repletos de debates a información sobre la bioética. Se establecen comités y se emiten recomendaciones sorprendentes por su modestia casi irrisoria, vista la enormidad de los problemas en cuestión. Por lo tanto, se discute sobre la procreación asistida; sobre si el esperma de un donante desconocido o un marido muerto puede tal vez ser utilizado y bajo qué
condiciones; si una "madre de alquiler" puede realmente alquilar su útero, etc. Se discute también sobre la eutanasia, sobre si mantener o no con vida a personas en estado irreversible de coma o simplemente en fase terminal de una enfermedad dolorosa. Todo eso está muy bien.

En cambio nadie formula la pregunta de si es ético, o meramente decente, que en Francia se gasten dineros públicos (si fueran privados, sería lo mismo) -decenas de miles de francos en una sola procreación asistida, conociendo el estado lamentable de los servicios sanitarios y médicos elementales o la penuria alimentaria de los países donde viven cinco sextos de toda la población mundial. El deseo del Sr. y 1a Sra. Dupont de tener "su" propio hijo (aunque no sea "suyo" más que en un cincuenta por ciento), ¿acaso pesa éticamente más que la supervivencia de decenas de niños de los países pobres que estaría asegurada con esas sumas? La universalidad de los principios éticos, ¿es sólo universal por encima de un cierto nivel del PNB por cápita? ¿No será que en vez de bioética lo que en realidad necesitamos es una biopolítica? Habrá quienes se revolverán con espanto ante la idea o el término. Inconsciencia o hipocresía. Porque actualmente tenemos, queramos o no, una biopolítica que no da a conocer su nombre y que condena a muerte constantemente, tácitamente, incluso en los países ricos, a centenares de personas por razones económicas, es decir, políticas, porque evidentemente la distribución y atribución de recursos en una sociedad es una cuestión política por excelencia. No hablo siquiera de la disparidad de calidad de tratamiento que reciben ricos y pobres, sino del hecho conocido y comprobado de que, por ejemplo, a causa de la escasez de aparatos de diálisis renal, los médicos deben elegir qué enfermos serán sus beneficiarios y cuáles no. Los criterios empleados son sin duda humanos y razonables pero todas las éticas dicen: "¡No matarás!", ¿no es cierto? De forma igualmente tácita condenamos a muerte, simplemente por vivir como vivimos, a decenas de miles de personas todos los meses en los países pobres.

Otro ejemplo es el de la mentira. Solzhenitsin, en el Archipiélago y demás obras, Havel y muchos otros, con justicia insistieron en el papel fundamental de la mentira como instrumento de gobierno de los regímenes totalitarios, pero no menos en la complicidad tácita y general de la población, elemento indispensable para que la mentira pueda cumplir con su papel. Pero quienes quieren que la denuncia de la mentira derive de principios puramente éticos deben atribuirle un carácter absoluto a la norma "no mentirás jamás". Sin embargo, está claro que considerar que esa norma no es política sino ética conduce a extremos absurdos. Interrogado por el KGB sobre la identidad de otros disidentes o sobre el escondite del manuscrito de El archipiélago de Gulag me vería forzado a decir la verdad. La trivialidad del ejemplo no impide alcanzar una conclusión importante.

El dilema de cuándo debo decir la verdad y cuándo ocultarla no deriva solamente de un juicio ético, sino también político, dado que los efectos de mi respuesta no sólo conciernen a mi persona, a mi conciencia, a mi moralidad o incluso a la vida de otras personas con nombre y apellido, sino que afectan directamente a la esfera pública en sí misma y al destino de una colectividad anónima -la definición misma de la política. Otra conclusión, no menos importante, puede derivarse de estos ejemplos. Ninguna forma abstracta, ningún mandamiento
universal de contenido concreto puede librarnos de la carga y de la responsabilidad de nuestros actos.


Insuficiencia radical de las éticas tradicionales

Volviendo a citar a Aristóteles, el acto está siempre necesariamente universal y por lo tanto, nos exige el ejercicio de la frónesis, un término mal traducido por los Latinos como prudentia, prudencia. La frónesis, consiste en la capacidad de juzgar en los casos en que no hay reglas mecánicas u objetivables que secunden al juicio. Ahora bien, todas Las morales religiosas que conozco y casi todas Las morales filosóficas violan esta exigencia, ignorando el hecho de que ninguna regla ética puede aplicarse fuera de circunstancias particulares. Luego, la misma regla deriva de una frónesis que posibilita su transgresión. Las morales tradicionales, filosóficas o religiosas, son morales felices. Pretenden saber dónde está el bien y el mal y su único problema es el del hombre interior: conocemos o deberíamos conocer el bien y el mal pero no siempre "podemos" desear el bien o lo deseamos por "razones equivocadas" (Karat).

Pero por cierto, el hecho abrumador de la vida humana es que ante circunstancias dadas la distinción entre bien y mal parece oscurecida, o el bien es imposible de alcanzar sin sacrificar otros bienes. Escojamos otro ejemplo trivial: hay casos en que es preciso matar a alguien para salvar a varias personas. El mandamiento ético reza: "No matarás". No dice: no matarás a menos que... Dice: no matarás, y punto. Es, por su propia naturaleza, absoluto. Puede alegarse asimismo -cosa que yo también haría en principio - que no debe hacerse una contabilidad de vidas humanas. ¿Cómo es posible afirmar que quien salva cincuenta personas sacrificando cuarenta y nueve está del lado del bien? No obstante, existen situaciones que fueran a tomar decisiones de este tipo.

Esta debilidad fatal vuelve a manifestarse en una de las filosofías más elevadas y rigurosas que existen, la filosofía práctica de Kant (Fundamentos de la metafísica de la ética, Crítica de la razón práctica). Bien conocido es el principio central de la ética kantiana: actúa de tal manera que la máxima de la acción pueda convertirse en ley universal. Conocidas también son las críticas que ya Hegel formuló a su formalismo. Pero lo más importante a resaltar es que el principio nos deja sin recursos, precisamente en Los casos más difíciles y por ende, Los más importantes. Uno de sus aspectos irrecusables: no la universalidad sino la exigencia de una universalidad posible. Vale decir: debo actuar de manera que pueda dar cuenta y razón de lo hecho, que me sea posible defenderlo razonablemente erga omnes, ante todos. Pero no puede hablarse aquí de ley universal. Dado que toda acción es particular, la universalidad no puede significar aquí más que lo siguiente: toda otra persona, bajo la misma circunstancia, debería actuar igual. Pero agregada esta precisión, el enunciado carece de interés para Los asuntos triviales (Los únicos en que la expresión "bajo las mismas circunstancias" conserva algún sentido) y queda vacío en los grandes asuntos, precisamente aquellos que están marcados por la singularidad de las circunstancias. En este último caso el principio simplemente significa: en mi lugar, haríais lo mismo. Pero en ese lugar no estaréis jamás. (Karat intentó demostrar que la violación de su principio llevaría a contradicciones pero en esa ocasión su razonamiento es falaz).

Esto nos conduce a la segunda debilidad fatal de las éticas tradicionales, que suele expresarse en la afirmación de que sólo se trata, al fin y al cabo, de éticas, una afirmación obviamente paradójica. Filósofos y teólogos discuten a lo largo de decenas de páginas, armados de una sutileza exquisita, y callan cuidadosamente (o remiten a otros volúmenes) cuando se trata de los asuntos realmente importantes. Evidentemente, resulta que estos asuntos tienen siempre una dimensión política a la que tácitamente se le reconoce la primacía sobre la dimensión ética.

Retomemos el caso más simple y el más flagrante: el homicidio. Ninguna prescripción ética parece más evidente que el "no matarás". A la vez, ninguna ha sido y sigue siendo tan constante, cínica y oficialmente transgredida. El mismo Kant discute en detalle una cuestión tan dramática como la restitución o no de un depósito de dinero realizado secretamente -pero no dedica ni una palabra en Crítica de la razón práctica al homicidio oficializado. Matar a una persona es criminal pero la Crítica de la razón práctica ignora el asesinato (decenas y centenares de
miles de personas) en tiempo de guerra. Que yo sepa no hubo una sola guerra entre naciones cristianas en que las armas de los beligerantes no hayan sido bendecidas por sus respectivas Iglesias.

La razón de Estado es infinitamente más fuerte que la razón práctica y que los Diez Mandamientos.


Un examen de la historia

¿Cómo explicar ese fantástico hiato, ese abismo entre lo "privado" y lo "público", entre ética y política, el abandono de lo decisivo a favor de lo trivial, la suspensión de la discusión razonable y la dimisión del espíritu crítico ante las puertas del poder, eso que bien debe llamarse la duplicidad institucionalidad de nuestras sociedades?

Para comenzar a dilucidar esta cuestión habría que hacer un repaso de toda la historia de la humanidad, la persistencia del "estado de naturaleza", es decir, la guerra de todos contra todos y el reino de la fuerza bruta entre colectividades o, por lo menos, la historia de nuestra civilización greco-occidental y hebraico-cristiana.

Una empresa imposible incluso si la redujéramos a la historia de las ideas, mutilándola así hasta la irrisión. Habría que componer una historia del imaginario social, quizá en el plano más enigmático de todos: la instauración por parte de cada colectividad en su oposición, hasta ahora aparentemente caso insuperable, al "nosotros" de los Otros, la diferente entre la ley (por más criticable que sea) que regula nuestras relaciones y la no-ley que prácticamente impera en nuestras relaciones con el "exterior". El cristianismo o el Islam no hicieron variar nada, ya que sus historias están repletas de guerras, incluida esa nueva categoría de guerras que ellos mismos inventaron, aún más crueles que las otras, las guerras de religión. Recordemos solamente, para remontarnos un poco en el tiempo, que Jehová entrega los Diez Mandamientos (incluyendo el "no matarás") a Moisés en el desierto pero cuando los hebreos entran en Palestina -tierra que les había prometido - exterminan a todos los pueblos no judíos que habitaban el país. Pero los hebreos tienen al menos el mérito de que una vez completada la conquista se establecen allí y dejan a los demás en paz. No así los cristianos y musulmanes. Para éstos es imperativo convertir a los infieles a hierro, sangre y fuego. No es posible ofrecer aquí más que algunos puntos, rapsódicos y sueltos, de referencia.


El período helénico

En el "verdadero" mundo griego, es decir, hasta el fin del siglo V, no hay una oposición de principio entre lo "privado" y lo "público", aunque estén bien diferenciados, ni entre ética y política. Hegel ya lo había percibido. En ese mundo no puede hablarse de duplicidad, institucionalizada o no: las relaciones están dominadas por una franqueza brutal. Contrariamente a las estupideces en boga por lo menos desde Fustel de Coulanges, el individuo no es "resorbido" por la colectividad de la ciudad griega clásica y democrática, sino que la jerarquía de valores es clara y unívoca. Las virtudes supremas del hombre son las cívicas o políticas. Incluso las virtudes religiosas o pías están subordinadas a ellas. La historia de Herodoto acerca de los hombres más felices evocados por Solón ante Creso, sitúa en primer lugar a Telos el ateniense, caído en defensa de su ciudad y en segundo lugar a Cleobis y Bitón, los hijos de la sacerdotisa de Argos, muertos por los dioses durante el sueño a continuación de un acto de gran piedad religiosa (y filial). Es cierto que Antígona de Sófocles escenifica una oposición entre los "privado" o pío y lo "público" o político. Obedecer las leyes divinas también es una ley de la ciudad, obedecer las leyes de la ciudad también es una prescripción divina.

Ambos personajes yerran porque cada uno de ellos se encierran en sus razones ignorando las que asisten al otro; ambos merecen lo que el hijo de Creón dice a su padre: el error es de aspirar al monos fronein, detentar el monopolio de la verdad. Eso es precisamente lo que generalmente todavía escapa a la compresión de los modernos para quienes, digan lo que digan, la comunidad política conserva un carácter de elemento "exterior" a la humanidad del hombre. La oposición no comienza a manifestarse hasta la derrota en la guerra del Peloponeso y la decadencia de la ciudad griega. Pero incluso Sócrates continúa reconociendo la primacía del principio político como queda patente en la prosopopeya de la las leyes en Critón.

La ruptura de los hechos, que no en la teoría, se inicia con Platón. En los hechos, porque Platón no deja de condenar la ciudad efectiva. No así en la teoría (La República) dentro de la cual intenta reconciliar el principio político con el ético, evitando jerarquizaciones de todo tipo y confundiendo ontológicamente ambas dimensiones. Postula un "alma sustancial" pero sus virtudes son las mismas que las virtudes de un buen régimen de la ciudad. Tanto en un caso como en el otro, la virtud y el buen orden establecen la relación correcta entre las partes del alma o las de la ciudad -es la definición misma que da de la justicia -, una relación situada siempre bajo la hegemonía de la parte más digna y superior - la parte pensante del alma y la de los filósofos de la ciudad.

Aristóteles se aparta, a justo título, de esa asimilación del alma y la ciudad. A pesar de que también para él la virtud cardinal es esencialmente política, a saber, la justicia (Etica a Nicómaco, libro V), y que la mayoría de las virtudes que examina tienen que ver con las relaciones del individuo con los otros, no establece identidad o analogía entre el individuo con los otros, no establece identidad o analogía entre el individuo y lo colectivo. Pero es característico de la época en que reflexiona y escribe Aristóteles -una época de crisis y de inminente disolución del mundo de la polis -, que a la pregunta, que es el primero en formular, de si es lo mismo ser un hombre bueno que un buen ciudadano no encuentre una respuesta categórica. Aristóteles vacila entre la idea clásica de que la política es la ocupación más elevada y más digna, la más arquitectónica, y la idea, precursora de tiempos venideros, de que el bien soberano para los humanos es la contemplación, el bios teorétikos, único recurso para alcanzar nuestra finalidad natural, nuestro telos: "comportarse en lo posible como inmortales". Comportarse, entonces, como un dios de Aristóteles es pensamiento puro que se piensa a sí mismo, incapaz de ocuparse del mundo -objeto indigno para el -, sin rebajarse. La actividad contemplativa es la única que se acerca al ideal de la autarquía. Ciertamente, la vida contemplativa, en cuanto humana, presupone la ciudad. Pero, en ese entramado, la ciudad surge como instrumento de realización de la vida contemplativa.

Con la aparición de los cínicos, los epicúreos y los estoicos, la retirada hacia la esfera de lo privado es estrepitosa. Especialmente entre los estoicos y su fatalismo determinista, no puede hablarse de política, y la ética se reduce a una actitud interior que es lo único que "depende de nosotros". Se trata del célebre lo ef'emin, una expresión prestada de Aristóteles (que evidentemente le atribuye un sentido completamente diferente, ya que Aristóteles admite una libertad humana que nos convierte en "el principio de lo que acontecerá"). Dado que la evolución de los eventos "reales" es determinada y fatal, no nos queda otra alternativa que adherirnos o no a lo que de todas formas tendrá que suceder. Bastará que cumplamos correctamente el papel que el orden cósmico, también llamado providencia, nos asigna en el teatro del mundo, sea el del esclavo (Epícteto) o el del emperador (Marco Aurelio).


El cristianismo

Y así llegamos al cristianismo, un tema inmenso que solo podremos tocar ligeramente. Antes de nada, es imprescindible distinguir y aun oponer el primer cristianismo al instituido a partir
del siglo IV. Desde la perspectiva que nos interesa, el primer cristianismo (el de los Evangelios y de las Epístolas de Pablo) está directamente afiliado al estoicismo. Para ese cristiano no se trata en absoluto de mezclarse en el orden de este mundo. "Dad al César lo que es del César" dice Cristo; "Todo poder proviene de Dios" dice Pablo (Epístola a los Romanos). Estas son frases que firmaría cualquier estoico. Pero hay más que esa afiliación: la acosmicidad cristiana es absoluta. Si uno realmente quiere ser cristiano está meridianamente claro lo que debe hacer: vender las posesiones, distribuirlo todo entre los pobres, abandonar a padre y madre y seguir a Cristo. No hay lugar para otra interpretación, está escrito negro sobre blanco: "que vuestra palabra sea sí sí o no no, lo agregado (la interpretación) viene del Maligno". En este sentido casi no se conocen cristianos -salvo los que se han entregado a la vida de ermitaños, es decir, acósmica -. Pero incluso para ellos conviene hacer un apartado. ¿Cuántos monjes (y órdenes monásticas) ha habido que no se preocupan por el futuro? No obstante está escrito: "Observad a los pájaros del cielo que no siembran ni cosechan, sino que son alimentados por nuestro Padre celestial". (Lo mismo en el Paster Noster, las palabras de Cristo no son “danos nuestro pan cotidiano", sino danos nuestro pan de hoy").

Está claro que sobre estas bases no existe ni puede existir sociedad. A la vez, todo está dirigido al hombre interior, sólo que, contrariamente al estoicismo, el mandamiento fuerte ya no se refiere a la ataraxia, la impasibilidad y el rechazo a adherirse a todo aquello que en nosotros mismos pueda significar una mala inclinación (siendo ese rechazo o esa adhesión, una vez más, lo único que está en nuestro poder). La doble prescripción es aquí radicalmente diferente. Por una parte, la intención misma, la inclinación, debe ser pura (un tema que perdura hasta Kant). Cristo sobre el adulterio (Mateo, V, 27-28): "Vosotros habéis oído de vuestros mayores que no cometerás adulterio. Pero yo digo, quien mire a la mujer del prójimo con deseo ya ha cometido
adulterio en su corazón". No basta no cometer adulterio, no hay que desearlo siquiera (para los estoicos, el deseo, indudablemente no depende de nosotros, de nosotros depende la adhesión al deseo) por otra parte, el tema del amor: hay que amar al prójimo como a sí mismo y, sobre todo, hay que amar a Cristo.

Algunas observaciones críticas respecto a esta primera ética cristiana son inevitables. La pureza de la intención presupone por lo menos que los "objetos" permitidos o prohibidos sean fijos,
determinados. ¿Por acción de quién y cómo son efectivamente así? Por Dios, mediante la revelación de Su voluntad (el Decálogo, por ejemplo). No se debe cometer ni desear el adulterio porque Dios lo ha prohibido. ¿Porqué ha prohibido Dios el adulterio? Esa es una pregunta prohibida. Por lo tanto la ley moral me ha sido entregada por otro sin que yo pueda plantear interrogante alguno. Esto es lo que ha de denominarse una ética heterónima. Luego la prescripción de amar al prójimo como a sí mismo es doblemente paradójica. La idea misma de amar a alguien por obligación contradice lo que entendemos por amor, cualquiera que sea la interpretación que queramos darle al término. Y el hecho de erigir el amor a uno mismo en patrón y regla del amor al prójimo parece una curiosa concesión al egoísmo y a la vez una proposición de una lógica poco satisfactoria (¿cómo analizar una situación en que defendemos a alguien a costa de la propia vida?).

En fin, uno puede preguntarse si una ética que plantea a los seres humanos prescripciones irrealizables -en una palabra, no el control de sus actos sino de hecho, la eliminación del deseo, es decir la supresión del inconsciente- y que, por eso mismo tiene necesariamente como efecto su culpabilización perpetua a insalvable, es acaso aceptable y no directa y positivamente inmoral (esto es valedero igualmente para la ética kantiana). Inducir a los hombres a la conciencia de estar siempre condenados salvo gracia divina (la posición de Agustín, Lutero, Calvino, Jansenio) hubiera debido, lógicamente, sumergirlos en el más llano embotamiento.

En cierto sentido, todo esto importa poco porque el cristianismo no tuvo larga vida, como era inevitable. Desde el comienzo del siglo IV, el cristianismo se institucionaliza, se convierte en religión de Estado y, con Teodosio, no sólo en religión oficial sino en religión obligatoria para los habitantes del Imperio. Dicha institucionalización no podía hacerse sin mediar un formidable compromiso. La acosmicidad inicial es completamente abandonada (con la excepción parcial de los anacoretas y algunas raras órdenes monásticas), la Iglesia se convierte en una institución con una presencia de gran peso en ese siglo y, durante mucho tiempo, abriga grandes pretensiones respecto al poder temporal (por lo menos hasta descubrirse que la famosa Donación de Constantino es una falsificación). En cualquier caso, se constituye en engranaje esencial de los sucesivos órdenes sociales y políticos establecidos. Al prestarse a ello, agrega mucha agua al vino de la ética de los Evangelios. Una vez más, recordemos el "no matarás".


Una herencia a superar

Esta herencia, que continúa siendo el fundamento de la civilización occidental, a pesar de la secularización, es la separación entre ética y política, entre hombre interior y hombre público. Es verdad, existen bibliotecas enteras de los Padres griegos, latinos y protestantes para explicar cómo y en qué condiciones un rey puede hacer la guerra sin dejar de ser cristiano, etc. No hay razón para embrollarse en esa casuística. Pero la mencionada separación atraviesa toda la historia de la filosofía occidental con raras excepciones (Spinoza, por ejemplo o Hegel, aunque en el caso de éste último la ética se desvanece delante de la Razón de la Historia y la política se convierte de hecho en adoración de lo Real). Es precisamente esa separación la que deberemos superar.

Será preciso superar las éticas de la heteronomía y para ello, ante todo las políticas de la heterenomía. Nos hace falta una ética de la autonomía necesariamente articulada a una política de la autonomía. La autonomía en el plano individual consiste en el establecimiento de una nueva relación entre sí mismo y el propio inconciente; no eliminarlo sino lograr filtrar lo que se transmite de los deseos a los actos y las palabras. Tal vez la autonomía individual está constitutivamente sometida a graves condiciones. Por lo tanto, necesitamos instituciones de la autonomía, instituciones que a cada uno concedan una autonomía efectiva en calidad de miembro de la colectividad y le permitan desarrollar su autonomía individual. Esto sólo es posible instaurando un régimen verdaderamente democrático y no sólo de palabra. En un régimen de este tipo, participo efectivamente en la implantación de las leyes que afectan a mi vida.

Mi participación sería plena, no a través de "representantes" o referendos sobre cuestiones de las cuales se me ha hecho imposible conocer los pormenores, sino con conocimiento de causa, de manera que pueda reconocer en las leyes mis propias leyes, incluso cuando no estoy de acuerdo con su contenido, precisamente por haber gozado de la oportunidad de participar en la formación de la opinión común. Una autonomía de esta guisa, sea en el plano individual como en el colectivo, no nos garantiza, evidentemente, una respuesta automática a todos los asuntos que la existencia humana plantea; aún tendremos que afrontar las condiciones trágicas que caracterizan la vida, el no siempre saber distinguir, ni individual ni colectivamente, dónde campea el bien y dónde el mal. Pero no estamos condenados al mal, como tampoco al bien, porque podremos volver atrás, individual y colectivamente, reflexionar sobre nuestros actos, retomarlos, corregirlos, repararlos.




----------------------------------------

0 Comments:

Post a Comment

<< Home