Saturday, July 15, 2006

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Sunday, July 02, 2006

FILOSOFÍA PSICOANÁLISIS IMAGINACIÓN

Castoriadis - FILOSOFIA Y PSICOANÁLISIS
DE LA IMAGINACIÓN DE LA PRAXIS*


Cornelius Castoriadis


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Una de las dificultades inherentes al tema elegido, más bien una de sus dificultades específicas, es saber de qué psicoanálisis y de qué filosofía se trata. Parecería más fácil contestar a lo último: antes que nada, filosofar quiere decir preguntarse constantemente qué es filosofar y qué tipo de filosofía queremos practicar. Esta interrogación similar, a lo sumo, está sólo implícita en el psicoanálisis. A partir de Freud llamamos psicoanálisis a la investigación concerniente a lo que él llamaba realidad psíquica, y centralmente a su dimensión inconsciente, al mismo tiempo que a la actividad común de dos sujetos que por medio de la exploración de dicha realidad, apunta a lograr cierta modificación en uno de ellos. Modificación que a partir de Freud pasó a llamarse "el fin del análisis".
En cambio, la pregunta ¿qué psicoanálisis? adquiere todo su peso si tenemos presente la cantidad de "escuelas" psicoanalíticas, su denigración recíproca (Leibniz no dijo ni habría dicho nunca al leer a Spinoza: "eso no es filosofía", mientras que la frase "eso no es psicoanálisis" circula con desparpajo en las polémicas entre psicoanalistas), la proliferación de interpretaciones de la obra freudiana, más aún: su complejidad, sus ambigüedades, sobre todo el despliegue incesante a lo largo de su pensamiento, su descubrimiento y su creación de nuevas ideas y maneras de ver.
Por poner un ejemplo, una de las propuestas freudianas a mi juicio más importantes -Ich bin die Brust (yo soy el pecho)- recién aparece en 1938 escrita en pocas líneas en una hoja de papel.
Es una tautología, pero tengo que afirmarlo: hablo desde mi concepción del psicoanálisis y mi reelaboración de la problemática de la psique, ambas muy diferentes de las que por lo general tienen curso.
Diré algunas palabras sobre lo que el aporte del psicoanálisis a la filosofía, y de manera más amplia a nuestro modo de pensamiento, no puede ni debe ser. No es por cierto la idea, vieja como la filosofía y más que dudosa desde el propio punto de vista psicoanalítico, de algún determinismo de los fenómenos psíquicos. Y tampoco el descubrimiento del "clivaje del sujeto". Está claro que el "descubrimiento del inconsciente" es algo fundamental sobre lo que volveré. Pero, con independencia de su larga y rica prehistoria filosófico-científica(3), la distinción entre consciente e inconsciente, salvo para los cartesianos recalcitrantes y aun así, pertenece a algo que hace rato recibió estatuto filosófico. Por ejemplo, el "clivaje del sujeto" es encarado con mucha más radicalidad por la filosofía kantiana que por los discursos "subversivos" de las últimas décadas. En ella, el hombre efectivo está capturado por entero en determinaciones empíricas que actúan y deben actuar (müssen, en el sentido de la necesidad de la ley física) como "causas" de su comportamiento en general -comportamiento práctico, pero también y con todo rigor cognitivo-, todo ello oponiéndose a un Ego trascendental que deba (soll, en el sentido de la exigencia de derecho) escapar de dichas determinaciones. Que en esas
determinaciones empíricas haya motivos de interés egoísta, (y por ejemplo un principio de placer y otro de realidad), que esos "intereses" sean de índole libidinal, económica u otra, que sean conscientes o (en parte o en su totalidad) no conscientes, que incluso haya causas que obligatoriamente los hagan inconscientes, en nada cambia la cosa: ello no haría más que acentuar el estatuto del psicoanálisis como sector de la psicología empírica. Y la antinomia que encuentra aquí la posición kantiana (la de que el sujeto efectivo está capturado en determinaciones electivas donde no se trata ni de verdad ni de valor, sino sencillamente de concatenaciones de hecho, mientras que esa aserción pretende incluso ser cierta) no es diferente, sin perjuicio de ser más clara, de la que enfrenta el psicoanálisis ingenuo y, sobre la cual volveré más adelante.
La contribución del psicoanálisis a la filosofía no ha de buscarse tampoco en el fortalecimiento del eslogan últimamente de moda de la "muerte del sujeto" (el hombre, la historia, etc.). Si algo muestra el psicoanálisis, es más bien la pluralidad de sujetos contenidos en una misma envoltura - y el hecho de que se trata, cada vez, de una instancia dotada de los atributos esenciales del sujeto. Idea que incluso aquí goza de benemérita antigüedad; recordemos si no la imagen platónica de los caballos que tironean del alma cada uno por su lado y de la instancia racional que intenta jugar el papel de auriga, imagen que por otra parte Freud retoma casi textualmente. Pero esta idea recibirá con la teoría de las instancias psíquicas un comienzo de elaboración que la conducirá de la mera constatación al análisis tópico y dinámico.
Ahora bien, lejos de llorar o celebrar la muerte del sujeto, la práctica psicoanalítica tiende, o debe tender, a instaurar la instancia subjetiva por excelencia, esto es, la subjetividad reflexiva y deliberante. El psicoanálisis aporta su elucidación de la estructura de todo sujeto, es decir un esclarecimiento capital de la organización del para-sí.
Por último, y lejos de enseñamos a instaurar el imperio ilimitado del deseo, el psicoanálisis nos hace entender que un reino así desembocaría más bien en el asesinato generalizado.
Brevemente anunciados, he aquí los principales puntos en que un esclarecimiento de la psique que se inspire en el psicoanálisis y a la vez lo profundice, es de capital importancia filosófica.
1. En el plano ontológico. Tal como la elucida el psicoanálisis, la psique nos muestra un modo de ser más o menos ignorado por la filosofía heredada, en verdad universal, que aquí aparece con toda claridad.
2. En el plano de la antropología filosófica. El psicoanálisis nos obliga a ver que el humano no es una animal "racional" sino esencialmente un ser imaginativo, de imaginación radical, inmotivada, desfuncionalizada. Y también nos permite entender, no sólo el proceso de socialización, sino a través de él, las profundas raíces de investiduras que pueden parecer aberrantes y la solidez casi infracturable de su heteronomía.
3. En el plano de la filosofía práctica. Como actividad práctico-poiética, el psicoanálisis aclara la idea de praxis y en el caso del ser humano singular muestra al mismo tiempo una de sus vías de transformación con la autonomía como objetivo.

Ontología
El psicoanálisis nos obliga a pensar, a esforzamos en hacer pensable un nuevo modo de ser, encarnado y ejemplificado por la psique y que una vez captado y elucidado en ese ser particular manifiesta su alcance universal. A ese modo de ser lo denominé magma(4).
En su mayor parte y según la corriente dominante, la ontología heredada se funda en la ecuación ser=ser determinado. Ese término no se refiere sólo al "determinismo" de los fenómenos ("cosas" o "ideas"), que no es más que un simple derivado, sino al estatuto de todo ente particular y al "sentido" (contenido, significado) del término ser como tal. Esto es cierto incluso cuando esa determinidad es presentada como un límite inaccesible o un ideal.
Así, por ejemplo, leemos en Kant: " ...toda cosa existente está completamente determinada... no sólo por cada par de predicados contradictorios dados, sino también porque de entre todos los predicados posibles siempre hay uno que le conviene”(5).
Poco importa que Kant considere irrealizable esa exigencia: en su horizonte, o mejor dicho, por su amenaza, es donde según él se decide lo que es existir o ser. Y eso no concierne sólo al "modo de existencia efectivo" de las cosas, sino a la adimisibilidad lógica de todo lo que pueda ser objeto de pensamiento.
Va a ser Parménides, ya en ruptura con sus antecesores presocráticos, el primero en tomar esa decisión (en total oposición con Anaximandro o Heráclito, por ejemplo). Desde luego, límites a esa exigencia ya habían puesto Platón (en el Sofista y el Filebo) y Aristóteles (eso representa el concepto de materia llevado al extremo). Pero justamente esos límites u objeciones se presentan en primer lugar como limitaciones ligadas en su gran mayoría a nuestras propias incapacidades: no habría nada indeterminado para Dios o para un espíritu "infinitamente poderoso", dirían al unísono Kant y Laplace. Además. y sobre todo, nunca son tomados en cuenta y elaborados en sí mismos.
A esa ontología pertenece la lógica conjuntista-identitaria (ensídica* en homenaje a la brevedad). Lógica de los principios de identidad, contradicción y tercero excluido, lógica base de la aritmética y la matemática en general, y que se realiza de manera formal y efectiva en la teoría conjuntista y sus interminables ramificaciones. Lógica siempre y en todas partes presente y densa -por utilizar un término topológico- en todo lo que decimos y hacemos, lógica que debe ser, y es, instituida y sancionada por la sociedad en cada caso.
Ahora bien, en la psique tenemos que enfrentamos con un conjunto, organización o
jerarquía de conjuntos. Conjuntos y determinidad que están presentes, pero que ni de
lejos agotan el ser de la psique.
Esto se ve con claridad primero en el modo de ser de lo que es el elemento (en el sentido de agua, tierra y fuego como elementos) de la vida psíquica: la representación, sobre todo inconsciente pero consciente también. No podemos decir cuántos elementos (esta vez en el sentido de la teoría conjuntista o la simple enumeración) hay "en" una representación: ni tampoco qué hace que una representación sea una representación. No podemos aplicarle a las representaciones el esquema fundamental de la división. Me es imposible separar mis representaciones en dos clases cuya intersección estuviera vacía, por ejemplo.
Que lejos de quedar limitado a la psique, ese modo de ser se extiende a todo el mundo humano se ve en cuanto consideramos al lenguaje en lo que le es esencial: las significaciones. Cada significación lenguajera, lo mismo que cada representación psíquica, remite a una infinidad de otras significaciones u otras representaciones. Y en su infinita y siempre abierta totalidad, esos reenvíos son los que conforman el "contenido" de la representación o de la significación particular.
Esa estructura de reenvío es fundamental aquí. Se expresa efectivamente en la psique, y en un psicoanálisis a través del proceso asociativo. Cuando un paciente cuenta un sueño, nadie puede predecir dónde lo llevaran las asociaciones y de qué modo lo harán. Pese a las apariencias, Freud lo sabía muy bien cuando escribía acerca del análisis del sueño:
"Aun en los sueños mejor interpretados, muchas veces estamos obligados a dejar en la oscuridad un lugar, pues se observa durante la interpretación que se despierta una madeja de pensamientos del sueño que no se deja desembrollar y por eso no ha brindado otras contribuciones al contenido del sueño. Ese es el ombligo del sueño, el lugar donde éste descansa en lo desconocido. Los pensamientos del sueño a los que se llega en el curso de la interpretación deben incluso obligatoriamente y de manera completamente universal [müssen ja ganz alIgemein] quedar sin desenlace y huir en todas direcciones en la red enmarañada de nuestro mundo de pensamientos. Desde el lugar más denso de ese entramado se alza entonces el anhelo del sueño, como el hongo de su micelio"(6).
Queda claro leyendo este pasaje y muchos otros, y contrariamente a cualquier exégesis "determinista" de Freud, que para él: a) no todos los sueños son interpretables, y b) ningún sueño es del todo interpretable. Y como lo expresa con claridad el pasaje citado, que no son simplemente las resistencias del paciente, sino la naturaleza misma del mundo psíquico lo que se opone a una interpretación "completa" del sueño. Es obvio que podría decirse lo mismo de todos los demás fenómenos del psiquismo inconsciente.
Para ilustrar lo antes dicho acerca del carácter universal del elemento ensídico, señalo al pasar que tanto en la interpretación como en el ser mismo del sueño está siempre presente y densa la lógica conjuntista-identitaria. La interpretación de un sueño es una extraña empresa donde no podría darse un solo paso sin aplicar dicha lógica, pero donde tampoco se podría decir nada esencial si sólo nos quedáramos con ella. Ese estado de cosas resulta de la naturaleza misma de la representación (consciente o inconsciente) considerada en sí misma. Pero también manifiesta en igual medida la indistinción, en términos clásicos, de esos otros dos vectores de la vida psíquica cuya representación es indisociable: el afecto, y la intención o deseo.
Desde luego, habría una manera "lógica" y trivial de acomodar esos tres vectores (representación, afecto y deseo) relacionándolos según el modo de la determinación. Por ejemplo, aislando una representación que "causara" un deseo cuya satisfacción provocaría un afecto placentero. (Llegado el caso, podríamos cambiar el orden de los términos y la dirección de la causación, cosa que, a decir verdad, despertaría interrogantes que pondrían profundamente en tela de juicio la idea misma de "causación" en ese terreno). Tal podría ser el caso en la vida animal, y en ciertos aspectos de la vida humana consciente. Sólo que en la vida inconsciente no tenemos realmente la posibilidad de operar dicha separación y ese encadenamiento lineal simple. Representación, afecto y deseo se mezclan de manera sui generis, y en general, en los casos no triviales, es imposible separarlos con nitidez y establecerles un orden de aparición. La clínica nos ofrece una ilustración ejemplar por medio de los procesos depresivos. Y también podríamos mostrar, en el caso de la música, la ausencia de sentido de una separación entre representación y afecto. Pero no puedo abundar en este ejemplo por falta de espacio.
En cambio, sí podemos aclarar en el caso de la psique, aquello que vuelve ineluctable ese estado magmático, sobre todo con respecto a la representación. En primer lugar, la ambivalencia indestructible de los afectos inconscientes significa la coexistencia de actitudes de amor y odio por objetos psíquicos primordiales. A su vez, esa ambivalencia es el resultado inevitable del pasaje obligado del estado inicial de la mónada psíquica (cerrada sobre sí, omnipotente, englobando todo en ella) al estado de individuo socializado. Claro que, obviamente, la ambivalencia de los afectos marcha a la par de la coexistencia de representaciones opuestas, en todo caso fuertemente distintas, referidas al mismo ,"objeto".
De inmediato se pone en cuestión la textura misma de la representación. Eso que Freíd había despejado como modos operativos del sueño (condensación, desplazamiento, exigencia de figurabilidad) de hecho siempre vale para la representación y la condena a la polisemia.
Basta con pensar un momento para notar que, lejos de ser alguna vez "clara y distinta", formar un "espejo de la naturaleza", "dar las cosas en persona", etc., la representación, incluso la consciente, sólo puede ser al condensar, desplazar y figurar eso que, de por sí, es rigurosamente infigurable, o en todo caso sin figura predeterminada para la psique. Puede decirse que en la representación, algo está siempre en lugar de otra cosa. Aunque Freud jamás la haya tematizado como tal (cosa que tendrá fuertes consecuencias negativas en el conjunto de su concepción) la idea está presente en el término, erróneamente considerado como enigmático, de Vorstellungsrepräsentanz des Triebes, de delegación de la pulsión (ante la psique y en su propio seno) por medio de una representación. En los humanos no hay representante u objeto pulsional "canónico", su figuración es arbitraria o contingente, al contrario de lo que pasa con los animales (aunque en algunas especies pueda verse su esbozo en forma de impregnación). Esa indeterminación relativa del objeto representativo de la pulsión es de importancia decisiva en la hominización.
Por último debemos mencionar la enigmática relación entre cuerpo y alma, psique y soma. Enigma que por cierto no descubrió el psicoanálisis, pero cuya extrañeza sí contribuyó a reforzar de manera considerable. Pienso que el fracaso de las teorías, tanto filosóficas como científicas, tendentes a explicar o "entender" esa relación, obedece a que quedan prisioneras de la lógica conjuntista-identitaria. Como si fueran dos entidades separadas en las que, de acuerdo a las opciones del teórico, una sería "causa" y la otra "efecto". Pero ya en la vida cotidiana observamos que esa relación no existe en el presente caso. El alma depende del cuerpo (lesiones, alcohol, psicotrópicos) y a la vez no depende (resistencia o no al dolor y la tortura, elección deliberada de la muerte). El cuerpo depende del alma (movimientos voluntarios, enfermedades psicosomáticas) y no depende (en este preciso instante, por suerte, y otras muchas veces por desgracia, millones de células funcionan en mí sin que yo tenga nada que ver).
Sin embargo, y pese a las apariencias, el psicoanálisis demuele el determinismo en la vida psíquica. A primera vista lo "refuerza", elaborando de manera mucho más rica y precisa que nunca la "causación" por representación. Claro que esa "causación" es extraña: no sólo no es categórica (y ni siquiera probabilística), sino que además es sólo constatable a posteriori, cosa que le niega toda posibilidad predictiva. Y sobre todo porque hablar de causación en este caso es un monstruoso abuso de lenguaje: la representación no puede ser "causa" porque no es rigurosamente determinable, y porque el flujo incesante de representaciones, afectos y deseos lo es todavía menos.
Ese rechazo al determinismo no es explícito en Freud, que se consideraba "determinista". Sin embargo, está ahí como trasfondo en su obra el determinismo. Lo he mostrado en el caso del sueño, y puedo hacerlo con ese famoso problema de la "elección de neurosis", al que Freud volvió tantas veces sin encontrarle nunca una "solución" que le resultara satisfactoria. Ya a comienzos de los años veinte, y en particular en los textos sobre sexualidad femenina, Freud describe con claridad varios "destinos" posibles de la joven, conviniendo al final en que no puede saberse qué factor determinó tal o cual evolución personal, y no otra. Se limita a emitir vagas hipótesis acerca de la "cantidad" o "calidad" de la libido, hipótesis que obviamente no se prestan a ningún control. En otros contextos, pero siempre en la misma época, habla de "modulaciones temporales" de la libido. (Mucho después, von Neumann formuló una idea análoga, la de la modulación frecuencial de los influjos nerviosos como portadores de información). Muchas veces también se invocan "factores constitucionales" (innatos, lo cual no por fuerza quiere decir hereditarios) para dar cuenta, por ejemplo, del evidente fenómeno de la diferencia, desde el origen, de la tolerancia a la frustración entre sujetos. Está claro que esto no hace más que reconocer, aunque sin explicarla, la singularidad de cada sujeto humano.
En el caso específico del ser humano, en la base de dicha indeterminación encontramos lo que lo diferencia de manera radical de cualquier otro viviente, es decir la imaginación radical. Volveré a esto.

Antropología filosófica
Todo ser viviente es un ser para sí. Eso significa en primer lugar que crea su propio mundo, un mundo propio, una Eigenwelt. Cosa que a su vez implica que presenta (o que"tiene" o que es, y por lo que cual se define como ser viviente) un alma. La lengua común lo reconoce claramente cuando contrapone seres animados e inanimados, y es lo que Aristóteles afirma de entrada en su De anima. Aunque fue descubierta por Aristóteles en el Libro III del mismo tratado con el término de phantasia, la determinación fundamental del alma, a saber la imaginación, fue relegada por el conjunto de la filosofía heredada al lugar de una "facultad" (o "función") del alma entre muchas otras. Facultad en su mayor parte secundaria, y función generalmente engañosa, con la notoria excepción de Kant y Fichte.(8)
Imaginación es la capacidad de hacer existir lo que no está en el mundo meramente físico y, por sobre todo, de representarse, y a la manera propia de cada cual, de presentar para sí, eso que rodea y le importa al ser viviente, y sin duda también su propio ser. En el caso de la representación "externa" -la percepción- esa presentación está condicionada, pero no causada, por el ser-así del medio ambiente y los "objetos" que están en él. Al mismo tiempo, el viviente crea el equivalente de lo que llamamos afecto -placer/displacer-, e intención -búsqueda/evitación- El viviente tiende, apunta a algo relativo a "sí" y a lo que él crea como "medio ambiente". Para empezar, el afecto es una "señal" decisiva de su relación con el medio ambiente.
Pero en el caso del simple viviente, esa relación es esencialmente funcional. La imaginación del viviente está centralmente sometida a funciones e instrumentalidades como las de conservación y reproducción. (La cuestión de los excesos del trabajo imaginativo en algunas categorías de vivientes sobre la estricta funcionalidad es muy compleja y no vamos a tratarla aquí. Y sean cuales fueren, las conclusiones no afectarían el curso principal del argumento). Es fácil ver que la creación de un mundo propio y la autofinalidad del viviente se implican de manera recíproca.
Ese vasallaje funcional hace pareja con otro rasgo fundamental del viviente: la clausura, la clausura de ese mundo propio dado de una vez y para siempre. Los productos de la imaginación genérica de cada especie viviente son estables e indefinidamente repetitivos.
Ahora bien, la ruptura que traduce el surgimiento de lo humano está ligada a una alteración de esa imaginación que a partir de entonces se vuelve imaginación radical, constantemente creadora, surgimiento ininterrumpido en el mundo psíquico (tanto inconsciente como consciente) de un flujo espontáneo e incontrolable de representaciones, afectos y deseos. Podemos resumir esos rasgos esenciales como sigue:
- los procesos psíquicos humanos están relativamente desfuncionalizados en relación al sustrato biológico del ser humano -muchas veces son antifuncionales, y la mayor parte del tiempo afuncionales-
- La sexualidad humana no es funcional, como tampoco la guerra;
- en el humano el placer representativo domina sobre el placer de órgano Esa dominación
se liga con lo que Freud llamaba la omnipotencia mágica del pensamiento, en verdad una
omnipotencia efectiva en el mundo inconsciente, donde "pensar" es "hacer". Si surge un
deseo, aparece también enseguida la representación que lo cumple;
- la imaginación, concebida como representativa, afectiva y deseante, se vuelve autónoma. Como ya dijimos, para el viviente la creación tiene lugar una vez y para siempre, y queda sometida de manera central a la funcionalidad. En el humano, el flujo espontáneo de la imaginación, en lo que tiene de específicamente humano, se separa de la finalidad biológica. Esta condición muestra la capacidad del ser humano para romper la clausura (cognitiva, afectiva, deseante) donde queda encerrado el simple viviente. Esos son los atributos de la imaginación humana que en general la filosofía heredada ignoró, o en el mejor de los casos nunca tematizó, por haberla instalado en la mera reproducción de lo ya "percibido" y la recombinación de sus elementos. Hasta el propio Kant, que se eleva hasta la idea de una imaginación trascendental (que significa: condición para tener a priori conocimiento de algo), la constriñe a producir siempre las mismas formas, sometidas al funcionamiento del Ego cognosciente y consciente (es característico que siempre hable de produktive, y no de schöpferische Einbildungskraft).
La autonomización de la imaginación, su desligamiento de la funcionalidad, es lo que le permite a los humanos pasar de la simple señal al signo, al arbitrario quid pro quo del lenguaje.
La autonomización de la imaginación y el remplazo del placer de órgano por el placer de representación son la condición de esa determinación decisiva del ser humano, sin la cual no habría habido hominización: la sublimación. La sublimación es la capacidad de investir "objetos" imperceptibles, socialmente instituidos, que tienen únicamente existencia social, y de encontrar en ellos placer (en sentido psíquico).
No es la "maduración tardía" del ser humano lo que "explica" la socialización y la existencia de una sociedad. En nada cambiaría un grupo de chimpancés si los cachorros maduraran a los diez o doce años en vez de cuando tienen uno o dos(9). La condición psíquica de la "necesidad" de sociedad que tienen los humanos deberá buscarse en la naturaleza de la mónada psíquica inicial, cerrada sobre sí, absolutamente egocéntrica, omnipotente, que vive en la identidad originaria: yo=placer=sentido=todo= ser=yo.
Ich bin die Brust, yo soy el pecho. Ese es el prototipo del sentido para el ser humano. Sentido que perdió definitivamente por haber salido del mundo monádico de autosuficiencia psíquica. Sentido que trata de recuperar a través de religión, filosofía o ciencia, y del que la sociedad debe brindarle siempre un sustituto - también siempre incapaz de equipararse con el prototipo inicial - por medio de significaciones imaginarias instituidas socialmente.
A través de la socialización, a través de su fabricación social como individuo social, el sujeto humano accede a lo que llamamos "realidad" y "lógica". Esa socialización es al mismo tiempo una historia, historia del sujeto y acceso a una historia colectiva, algo muy distinto de un simple asunto de "aprendizaje", como se pretende hacemos creer de nuevo.
Dicha socialización se apoya en dos modos fundamentales de operatoria psíquica: proyección e introyección. El primero es siempre preponderante, y presupone al segundo, cuya condición esencial es la investidura psíquica de lo que ha sido interiorizado. Ese es el papel del Eros en la paideia que tan genialmente anticipó Platón sin poder hacerlo entender, cosa que sí nos permite el psicoanálisis. A través de sus sucesivas fases, esa historia es el origen de la constante estratificación de la psique humana (no podríamos decir nada análogo de la animal porque no tiene verdadera "historia"), donde las huellas de etapas anteriores coexisten con las fases más recientes sin "integrarse armoniosamente" nunca, se cristalizan también en "instancias" psíquicas y persisten en una totalidad contradictoria o incoherente que siempre es conflictiva.
Esas determinaciones de la psique humana condicionan fuertemente la constitución de la sociedad. La sociedad es una totalidad de instituciones que se mantienen unidas porque encarnan en cada caso un magma de significaciones sociales imaginarias. Jamás hubo ni habrá sociedad puramente "funcional". Las significaciones sociales imaginarias organizan el mundo propio de la sociedad considerada en cada caso y le dan "sentido" a ese mundo. El mundo propio de cada sociedad debe mantenerse unido en y por sí mismo, pero también debe darle sentido a los individuos de esa sociedad - y esa absoluta exigencia de sentido viene de la psique.

Filosofía práctica
Antes de abordar la cuestión del posible aporte del psicoanálisis a la filosofía práctica hay que hacer un desvío relativo a la antinomia que mencioné al empezar: esa realidad psíquica de la que se ocupa el psicoanálisis es pura efectividad. Un deseo es un deseo y como tal no es ni bueno ni malo, ni lindo ni feo, ni verdadero ni falso (es "verdadero" sólo en el sentido de que es). ¿Cómo puede entonces mantener la psique alguna relación con la verdad o el valor?
Tanto en la kantiana como en casi todas las filosofías heredadas esta cuestión se presenta como una antinomia insoluble, Si todo lo que digo como individuo efectivo está realmente determinado (como debe estarlo ya que la psique sólo existe como fenómeno y por ende está sometida a la causalidad), la palabra verdad no tiene ningún sentido. Por hipótesis, hay tantas razones suficientes cuando digo que 2 + 2 son 4 como cuando digo que la luna es un queso. Pero decir que en gran parte los procesos psíquicos están indeterminados tampoco simplifica demasiado las cosas, ya que desde el punto de vista de la verdad las proposiciones que enuncio son meramente aleatorias. Paradójicamente, la indeterminación de los procesos psíquicos no nos ayuda a aclarar la posibilidad efectiva de la verdad si no está acompañada de su contrario: la causación por representación. Y cuando hablamos de verdad o más generalmente de valor, esa causación presupone sublimación, o sea investidura de representaciones imperceptibles (o ideales, si se prefiere). Lo cual en términos psicoanalíticos presupone la conversión de la pulsión hacia la búsqueda de un objeto sublimado. Somos capaces de verdad porque podemos investir una actividad que en sentido estricto no aporta ningún placer libidinal: la búsqueda de lo verdadero. Y esa posibilidad nos remite a su vez a lo histórico-social: a una historia donde se creó la idea de la verdad, y a una sociedad que mal que bien supo romper esa clausura del sentido característica de las sociedades heterónomas tradicionales.
La cuestión de la filosofía práctica aparece en psicoanálisis como la cuestión del fin y la finalidad del tratamiento, pero también como la de sus "medios" y "modalidades".
¿Por qué tomamos gente en análisis? Podemos contestar que porque sufre. Pero si sólo se tratara de aliviarle el sufrimiento tal vez más valdría administrarle calmantes, cosa por otra parte cada vez más usual hoy en día. La finalidad del proceso psicoanalítico ya está inscripta en sus "medios" "modalidades": nada de consuelo ni nada de consejos ni intervenciones en la realidad. Sí a hacer hincapié en los sueños y asociaciones del paciente para que el flujo psíquico inconsciente salga a la luz. Sí a las intervenciones interpretativas del psicoanalista que progresivamente den lugar a la autoactividad reflexiva y reflexionante del paciente. ¿Por qué? Está claro que lo que se busca es que el paciente acceda a su inconsciente, vale decir que sea lúcido con respecto a su historia, su mundo propio, su deseo. Lucidez que se alcanza únicamente por medio de la autoactividad, el propio cuestionamiento, el desarrollo de la reflexividad. Lo buscado es también la traducción o la expresión de esa lucidez en la vida efectiva del paciente - y ello exige que en él se constituya y surja una nueva instancia psíquica: la subjetividad reflexiva y deliberante capaz de filtrar los empujes y deseos inconscientes, quebrar la coalescencia entre fantasma y realidad y cuestionar no sólo los pensamientos del sujeto sino también su práctica. El surgimiento de una subjetividad reflexiva y deliberante, vale decir autónoma, puede definirse como fin del proceso analítico (fin en ambos sentidos de la palabra: como finalidad y como término).
Podemos considerar ese tipo de subjetividad como la norma formal del ser humano; y también considerar la actividad del verdadero analista, aquél que apunta al surgimiento de la autonomía del paciente "usando" para ello los elementos potenciales de esa misma autonomía, como un modelo formal para cualquier praxis humana, definida como actividad de una autonomía tendente a la autonomía de uno o de muchos otros, tal como hacen o deberían hacer la verdadera pedagogía y la verdadera política. También ahí se halla la respuesta a la pregunta de cómo es posible la acción de una libertad sobre otra.

______________________


(*) Este artículo pertenece al libro «Hecho y por hacer» de C. Castoriadis, recientemente
editado por EUdeBA

* Texto que sirvió de base a conferencias dictadas en Madrid (noviembre de 1993), en la
New School for Social Research de Nueva York (abril de 1995) y en Buenos Aires (mayo
de 1996).

1. Ver mis textos "Epilegómenos a una teoría del alma..." (1968), y "El psicoanálisis,
proyecto y elucidación" (1977), versión castellana: ver bibliografía al final del libro. 2.
"Ergenbnisse, Ideen, Probleme", notación del 12 de julio de 1938 (en Londres), en
Gesammelte Werke, V, XVII p, 152.

3. Ver, por ejemplo. Henri F Ellenberger, The Discovery of the Unconscious (1970).
New York, Basic Books. 1979.

4. Ver, por ejemplo, ni texto "La lógica de los magmas y la cuestión de la autonmía"
(1981), reformulado ahora en Dominios del hombre, Gedisa, donde se encontrarán
reenvíos a textos anteriores.

5. Crítica de la razón pura. traducción francesa de Tremasaygues y Pacaud, p. 415
(subrayado en el original).
* Nota del revisor técnico: la palabra francesa "ensidique" condensa "ensembliste"
(conjuntista) e "identitaire" (identitaria), Hemos elegido traducirla "literalmente" como
ensídica para conservar la coherencia con el resto de la obra traducida al castellano de
Castoriadis.

6. Gesammelte Werke.II. p. 116 (nota) y pp. 529-530 (el destacado es mío).

7. Ver J. von Neuniann, The Computer and the Brain, New Haven, Yale U. P., 1958, Los
textos de Freud aludidos en ese párrafo son sobre lodo: "Un caso de homosexualidad
femenina" ( 1921). "Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica"
(1925), "La sexualidad femenina" (1931), como también "Más allá del principio de placer
(1920), "El Yo y el Ello" (1923) y "El problema económico del masoquismo" (1924).

8. Ver, por ejemplo, mis textos "El descubrimiento de la imaginación" (1978), incluido en
Dominios del hombre, op. cir., y "Lógica, imaginación, reflexión" (1988), incluido bajo el
título de "Imaginación, imaginario. reflexión" aquí mismo.

9. Llega a durar hasta cinco años en el caso de los Bonobos (Pan paniscus) que
presentan además un comportamiento fascinante en más de un aspecto. Ver Frans B. M.
de Waal, "Bonobo Sex and Society", Scientific American, marzo de 1995, pp. 58-64. Los
Bonobos muestran también un notable desarrollo de las actividades sexuales no
funcionales (incluidas las homosexuales): Christian Mignault, "Les initiatives sexuelles des
femelles singes", en La Recherche de diciembre de 1966 pp. 70-73.

LA CUESTIÓN DE LA AUTONOMÍA

La cuestión de la autonomía
social e individual


Cornelius Castoriadis



Texto aparecido en Contra el poder, Madrid, junio 1998.
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La autonomía no es un cerco sino que es una apertura, apertura ontológica y posibilidad de sobrepasar el cerco de información, de conocimiento y de organización que caracteriza a los seres autoconstituyentes como heterónomos. Apertura ontológica, puesto que sobrepasar ese cerco significa alterar el "sistema" de conocimiento y de organización ya existente, significa pues constituir su propio mundo según otras leyes y, por lo tanto, significa crear un nuevo eidos (forma) ontológico, otro sí-mismo diferente en otro mundo.

Que yo sepa, esta posibilidad solo aparece con el ser humano y aparece como posibilidad de poner en tela de juicio (no de manera aleatoria o ciega sino sabiendo que lo hace) sus propias leyes, sus propias instituciones cuando se trata de la sociedad.

Al principio, el dominio humano se manifiesta como un dominio de fuerte heterenomía. Las sociedades arcaicas así como las sociedades tradicionales son sociedades con un cerco muy fuerte de información, de conocimiento y de organización. En realidad, ése es el estado de casi todas las sociedades que conocemos casi en todas partes y casi en todos los tiempos. Y no solamente nada prepara en ese tipo de sociedades el cuestionamiento de las instituciones y de las significaciones establecidas (que representan en ese caso los principios y los portadores del cerco), sino que en dichas sociedades todo está constituido para hacer imposible e inconcebible ese cuestionamiento (en verdad se trata de una tautología).

Por eso se puede concebir como una ruptura, como una creación ontológica, la aparición de sociedades que ponen en tela de juicio sus propias instituciones y significaciones -su "organización" en el sentido profundo del término-, en las que ideas como "nuestros dioses son quizá falsos dioses", "nuestras leyes son quizá injustas" no sólo dejan de ser inconcebibles e impronunciables sino que se convierten en fermento activo de una autoalteración de la sociedad. Y esa creación se hace, como siempre, con un carácter "circular" pues sus elementos se presuponen los unos a los otros y sólo tienen sentido los unos por los otros. Sociedades que se cuestionan a sí mismas quiere decir concretamente individuos capaces de poner en tela de juicio las leyes existentes, y la aparición de individuos tales sólo es posible si se produce al mismo tiempo un cambio en el nivel de la institución global de la sociedad. Esa ruptura sólo se produjo dos veces en la historia de la humanidad: en la antigua Grecia y luego de manera semejante, pero también profundamente diferente, en la Europa Occidental.
¿Habré de extendernos sobre la relación que hay entre mi idea de magma [1] y la ruptura ontológica que representa la creación humana de la autonomía? Si la lógica conjuntista-identitaria, el orden total y racional, agotara totalmente lo que es, nunca podría hablarse de "ruptura" de alguna clase, ni tampoco podría hablarse de autonomía. Todo se deduciría y produciría partiendo de lo "ya dado" y hasta nuestra contemplación de los efectos de causas eternas (o de leyes dadas de una vez por todas) sería el simple efecto inevitable derivado de la inexplicable ilusión de que podemos tender hacia lo verdadero y tratar de evitar lo falso. Un sujeto inmerso por entero en un universo conjuntista-identitario, lejos de poder modificar algo en ese universo, no podría siquiera saber que está cogido en ese universo.

En efecto, sólo podría conocer según el modo conjuntista-identitario, es decir, tratar eternamente y en vano de demostrar como teoremas los axiomas de su universo, pues, por supuesto, desde el punto de vista conjuntista-identitario, ninguna metaconsideración tiene sentido. Digamos al pasar que ésta es la absurda situación en que se colocan los deterministas de todo tipo que se sienten en la obligación rigurosa de presentar como necesarias, partiendo de la nada, las "condiciones iniciales" del universo (número de dimensiones, valor numérico de las constantes universales, cantidad total de materia/energía, etc.)

Al mismo tiempo, existe una necesidad funcional e instrumental de la sociedad (de toda sociedad) que hace que el ser históricosocial sólo pueda existir estableciendo, instituyendo, una dimensión conjuntista-identitaria. Asimismo todo pensamiento tiene la necesidad de apoyarse constantemente en lo conjuntista -identitario. Estos dos hechos conspiran en última instancia y en nuestra tradición histórica -esencialmente desde Platón- para producir diversas "filosofías políticas" y una instancia imaginaria política difusa (que las "ideologías" expresan y racionalizan), filosofías colocadas bajo el signo de la "racionalidad" (o de su pura y simple negación que es empero un fenómeno marginal). Favorecida también por el retroceso de la religión y por mil otros factores, esta seudorracionalidad funciona en definitiva como la única significación imaginaria explícita que hoy puede cimentar la institución, legitimarla, mantener unida la sociedad. Tal vez no sea Dios quien quiso el orden social existente, pero esa es la razón de las cosas y uno no puede hacer nada contra ella.

En esta medida, romper el sello de la lógica conjuntista-identitaria en sus diversos disfraces constituye actualmente una tarea política que se inscribe en el trabajo tendiente a realizar una sociedad autónoma. Lo que es, tal como es, nos permite obrar y crear; lo que es no nos dicta nada. Nosotros hacemos nuestras leyes y por eso somos también responsables de ellas.

Nosotros somos los herederos de esa ruptura que continuó viviendo y obrando en el movimiento democrático y revolucionario que animó al mundo europeo desde hace siglos. Y los avatares históricos conocidos de ese movimiento nos permiten hoy -incluso y sobre todo con sus fracasos- dar una nueva formulación de sus objetivos: instaurar una sociedad autónoma.

Séame permitida aquí una disgresión sobre mi historia personal. En mi trabajo, la idea de autonomía apareció muy temprano, en realidad desde el comienzo de mi actividad, y no como idea filosófica o epistemológica, sino como idea esencialmente política. Mi preocupación constante es su origen, la cuestión revolucionaria y la cuestión de la autotransformación de la sociedad. En Grecia y en diciembre de 1944, mis ideas políticas eran en el fondo las mismas que hoy. El partido comunista, el partido staliniano, intenta adueñarse del poder. Las masas están con ese partido y esto significa que no se trata de un Putsch, sino que es una revolución. Sin embargo, no es una revolución. Esas masas son ciegamente arrastradas por el partido staliniano, allí no hay creación de organismos autónomos de las masas, de organismos que no reciben sus directivas desde el exterior, que no estén sometidos al dominio y al control de una instancia aparte, separada, partido o estado. Un período revolucionario comienza sólo cuando la población crea sus propios órganos autónomos, cuando entra en actividad para darse ella misma sus normas y sus formas de organización. ¿Y de dónde proviene el partido staliniano? En cierto sentido, "de Rusia". Pero en Rusia había habido precisamente una verdadera revolución en 1917 y habían existido dichos órganos autónomos (soviets, comités de fábrica). Un período revolucionario termina cuando los órganos autónomos de la población dejan de vivir y obrar, ya porque hayan sido lisa y llanamente eliminados, ya porque hayan sido domesticados, avasallados, utilizados por un nuevo poder separado como instrumentos o como elementos decorativos. En Rusia, los soviets y los comités de fábrica creados por la población en 1917 fueron gradualmente domesticados por el partido bolchevique y por último privados de todo poder durante el período 1917-1921. El aplastamiento de la comuna de Kronstadt en marzo de 1921 ponía punto final a este proceso ya irreversible en el sentido de que, después de esa fecha, habría sido necesaria nada menos que una revolución plena para desalojar del poder al partido bolchevique. Esto definía al mismo tiempo la cuestión de la naturaleza del régimen ruso, por lo menos negativamente: una cosa era segura, ese régimen no era socialista ni preparaba el advenimiento del "socialismo".

De manera que si una nueva sociedad debe surgir de la revolución, sólo podrá constituirse apoyándose en el poder de los organismos autónomos de la población, poder extendido a todas las esferas de la actividad colectiva, no sólo a la "política" en el sentido estrecho del término, sino también a la producción y a la economía, a la vida cotidiana, etc. Se trata pues de autogobierno y autogestión (en aquella época yo las llamaba gestión obrera y gestión colectiva) que se basan en la autoorganización de las colectividades en cuestión. Pero, ¿autogestión y autogobierno de qué? ¿Se trataría de que los presos autoadministraran las cárceles o los obreros las cadenas de armado? ¿Tendría la autoorganización como objeto la decoración de las fábricas? La autoorganización y la autogestión sólo tiene sentido si atacan las condiciones instituidas de la heteronomía. Marx veía en la técnica algo positivo y otros ven en ella un medio neutro que puede ser puesto al servicio de cualquier fin. Sabemos que esto no es así, que la técnica contemporánea es parte integrante de la institución heterónoma de la sociedad, así como lo es el sistema educativo, etc. De suerte que si la autogestión y el autogobierno no han de convertirse en mistificaciones o en simples máscaras de otra cosa, todas las condiciones de la vida social deben ponerse en tela de juicio. No se trata de hacer tabla rasa y menos de hacer tabla rasa de la noche a la mañana; se trata de comprender la solidaridad de todos los elementos de la vida social y de sacar la conclusión pertinente: en principio no hay nada que pueda excluirse de la actividad instituyente de una sociedad autónoma.

Así que llegamos a la idea de que lo que define a una sociedad autónoma es su actividad de autoinstitución explícita y lúcida, el hecho de que ella misma se da su ley sabiendo que lo hace. Esto nada tiene que ver con la ficción de una "transparencia" de la sociedad. En menor medida aun que un individuo, la sociedad nunca puede ser transparente para sí misma. Pero puede ser libre y reflexiva... y esa libertad y esa reflexión pueden ser ellas mismas objetos y objetivos de su actividad instituyente.
Partiendo de esta idea, se me hacía inevitable volver a considerar la concepción de conjunto de la sociedad y de la historia. En efecto, esta actividad instituyente que quisiéramos liberar en nuestra sociedad siempre fue autoinstitución; las leyes no fueron dadas por los dioses, por Dios o impuestas por "las fuerzas productivas" (esas fuerzas productivas no son ellas mismas más que uno de los aspectos de la institución de la sociedad), sino que las leyes fueron creadas por los asirios, los judíos, los griegos, etc. Pero esa autoinstitución siempre estuvo oculta, encubierta por la representación (ella misma fuertemente instituida) de una fuente extrasocial de la institución (los dioses, los antepasados o la "razón", la "naturaleza", etc.). Y esa representación apuntaba y continúa apuntando a anular la posibilidad de cuestionar la institución existente. En este sentido, dichas sociedades son heterónomas pues se someten a su propia creación, a su ley. También en este sentido, la aparición de sociedades que ponen en tela de juicio su propia "organización" (en el sentido más amplio y profundo del término) representa una creación ontológica: la aparición de una "forma" que se altera explícitamente a sí misma como forma. Esto significa que, en el caso de tales sociedades, el "cerco" representativo y cognitivo queda en parte y de alguna medida roto.

(...)

La autonomía como objetivo, sí, ¿pero es esto suficiente? La autonomía es un objetivo que queremos por él mismo, pero también por otra cosa. Sin esta condición volvemos a caer en el formalismo kantiano y sus encrucijadas. Queremos la autonomía de la sociedad -como individuos- por la autonomía misma y también para poder hacer cosas. ¿Hacer qué? Esta tal vez sea la interrogación más profunda que suscita la situación contemporánea: ese qué se refiere a los contenidos, a los valores sustantivos que son los que están en crisis en la sociedad en que vivimos. No se ve -o se ve muy poco- que surjan nuevos contenidos de vida, nuevas orientaciones simultáneamente con las tendencias -que efectivamente se manifiestan en muchos sectores de la sociedad- hacia una autonomía, hacia una liberación respecto de las reglas simplemente heredadas. Sin embargo, es lícito pensar que sin el surgimiento de nuevos contenidos esas tendencias no podrán ni amplificarse ni profundizarse ni universalizarse.

Vayamos un poco más lejos. ¿Cuáles son las "funciones" de la institución? La institución social es, en primer lugar, fin en sí misma, lo cual quiere decir que una de sus funciones esenciales es la autoconservación. La institución contiene dispositivos incorporados a ella que tienden a reproducirla a través del tiempo y de las generaciones, y en general hasta imponen esa reproducción con una eficacia tal que, pensándolo bien, parece milagrosa. Pero la institución sólo puede hacerlo si cumple otra de sus "funciones", a saber, la socialización de la psique, la fabricación de individuos sociales apropiados y adecuados.

En el proceso de socialización de la psique la institución de la sociedad puede hacerlo casi todo; pero hay también un mínimo de cosas que no puede dejar de hacer, cosas que le son impuestas por la naturaleza de la psique. Es claro que la institución debe suministrar a la psique "objetos" de derivación de las pulsiones o de los deseos, que debe suministrarle polos de identificación; pero sobre todo debe darle sentido. Esto implica, en particular, que la institución de la sociedad siempre tendió a encubrir -y más o menos lo logró- el caos, lo sin fondo, el abismo, abismo del mundo, abismo de la sociedad, abismo de la propia psique.

Ese dar sentido (que fue al mismo tiempo encubrimiento del abismo) fue el papel que desempeñaron las significaciones sociales nucleares: las significaciones religiosas. La religión es a la vez presentación y ocultación del abismo. Lo sagrado es el simulacro instituido de lo sin fondo (por ejemplo, de la muerte). Esta ocultación es a la vez ocultación de la autoinstitución de la sociedad. Una sociedad autónoma se hace posible únicamente partiendo de la convicción profunda e imposible de la mortalidad de cada uno de nosotros y de todo cuanto hacemos; sólo así se puede vivir como seres autónomos.


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NOTAS

1. Un magma es aquello de lo que se pueden extraer (o aquello en lo que se pueden construir) organizaciones conjuntistas en número indefinido, pero que no puede ser nunca reconstruido (idealmente) por composición conjuntista (finita o infinitas) de esas organizaciones.

PASIÓN Y CONOCIMIENTO

Castoriadis - PASIÓN Y CONOCIMIENTO: EL AMOR POR LA VERDAD*



Cornelius Castoriadis

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Aspectos psicoanalíticos

Esas actividades psíquicas peculiares que son creer, pensar y conocer deberían ser un objeto de preocupación central en la teoría psicoanalítica, ya que después de todo se trata de los presupuestos mismos de su existencia. Sin embargo, Freud se ocupó poco de dilucidarlas, y así sigue pasando con sus sucesores.1

En una primera concepción, (Tres Ensayos sobre la teoría de la sexualidad), Freud invoca una pulsión de saber, Wisstrieb –cuyo estatuto admitamos que es al menos extraño. Según escribe Freud en 1915 (Triebe and Triebschicksäle), la pulsión es «la frontera entre lo somático y lo psíquico»: necesariamente tiene una «fuente somática» y una «delegación» en la psiquis por medio de una representación (Vorstellungsrepräsentanz des Triebes). Es difícil entender cuál podría ser la «fuente somática» de una «pulsión de saber». Recordemos que en 1907 Freud todavía no tenía elaborada una teoría de las pulsiones, y que tanto en los Tres Ensayos como en Las Teorías sexuales infantiles de lo que se trata es de la curiosidad sexual infantil. Desde luego, esto le brinda a dicha «pulsión» cierta respetabilidad psicoanalítica, pero no permite franquear el enorme paso que separa a la curiosidad sexual infantil de la religión, las teorías cosmológicas o los teoremas de los números primos. ¿Por qué las vacas no tienen religión -o por qué en general los animales sexuados no producen teorías sexuales infantiles y hasta parecen carecer de toda curiosidad al respecto, llegando en general directamente a la meta? Sin duda la respuesta sería -o en todo caso debería ser- que la función sexual de los animales es plenamente «instintiva» , vale decir con vías y metas predeterminadas, constantes, firmes y funcionales, mientras que en los humanos no se trata de «instinto» sino de una «pulsión».

¿Qué decir de esta diferencia que después de todo en la óptica freudiana rige la diferencia entre animalidad y humanidad? Ni el texto de 1915 ni los otros enfrentan nunca esta cuestión de manera directa. Más bien pueden verse en Freud múltiples esbozos de respuesta y cierta evitación del problema. En uno de los extremos se ubica esa tesis «biologista» que, llevada hasta su límite, borraría la diferencia. Es cierto que Freud no lo hace, pero cabe preguntarse qué lo empuja a extender la lucha de Eros y Tánatos a todo el reino viviente y sobre todo a creer encontrar la pulsión de muerte en los organismos más elementales. En el otro extremo se sitúa la confesión varias veces reiterada de que no conocemos nada de esa cualidad esencial de al menos una parte de los fenómenos psíquicos humanos: la cualidad consciente. Por momentos la invocación a «nuestro Dios Logos» (El Porvenir de una ilusión) hace pensar en la postulación de un atributo irreductible del humano que sería la racionalidad. Pero es obvio que ni la racionalidad implica conciencia (cualquier depredador actúa de manera racional) ni la conciencia implica racionalidad (como lo demuestra la más sumaria observación del comportamiento humano, tanto individual como colectivo). El mito fundador de Tótem y Tabú podría dar cuenta en todo caso del origen de una creencia «religiosa» específica, pero no de la conciencia, la racionalidad explícita o la actividad cognocente. De poco sirve agregar que es casi imposible vincular el movimiento del conocimiento con el otro «instinto», el de conservación (también universal en el viviente), ni siquiera adosándole alguna «racionalidad» genéticamente superior en el humano, ya que en el mejor de los casos ésta llevaría nada más que al crecimiento de un saber puramente funcional e instrumental, sometido a la satisfacción de «necesidades» siempre idénticas.

Es importante insistir en el tema dentro de los parámetros planteados por Freud. ¿Por qué habría -y de hecho y en efecto hay en las crías humanas una curiosidad sexual ausente en los cachorros de otros mamíferos? ¿Y por qué conduce a las extravagancias de las teorías sexuales infantiles?

Daría risa pretender que la causa es el «secreto» de las actividades sexuales parentales en los humanos. La observación de las actividades sexuales animales por parte de los niños fue regla en todas las sociedades humanas, con (la dudosa) excepción de las nurseries victorianas de las capas sociales favorecidas. La «curiosidad sexual» sólo podía dar lugar a investigaciones en función de otro factor que trataremos enseguida. Sin embargo, podríamos decir que de manera casi involuntaria Freud ofrece el marco dentro del cual reflexionar acerca de nuestro tema.

Escribí recién que Freud nunca enfrenta directamente la cuestión de la diferencia entre animalidad y humanidad, y es así. Pero si el texto de 1915 sobre «Las pulsiones y sus destinos» es correctamente entendido (cosa que hasta ahora no ocurrió) se verá que brinda un esbozo de respuesta. La pulsión, cuya fuente es somática, pero que para hacerse oír por la psiquis debe hablar su lenguaje, induce en ella una representación que hace las veces de delegado o embajador (Vorstellungsrepräsentanz des Triebes). Hasta ahí ninguna diferencia con una psiquis animal. La diferencia aparece al comprobarse (cosa que Freud no hace porque en ese momento no es su tema) que dicha representación es constante en el animal y variable en el humano. Sin temor a equivocamos podemos afirmar que en cada especie animal el representante «representativo» de la pulsión es fijo, determinado y canónico. La excitación sexual es provocada en cada caso por las mismas representaciones estimulantes, y en su esencia el desarrollo del acto está estandarizado. (Cosa que también podríamos decir de las necesidades nutricionales, etc.). Y si bien hay excepciones, en realidad se trata de excepciones o aberraciones. Pero por así decirlo, en los humanos la excepción es regla. En términos psicoanalíticos, no hay representante canónico de la pulsión a través de la especie, ni siquiera para el mismo individuo en circunstancias o momentos distintos.

A la pregunta de por qué la diferencia es fácil contestar que la función representativa -componente esencial de la imaginación- le brinda al animal siempre los mismo productos, mientras que en el humano siempre está suelta, liberada o enloquecida, como se quiera.

El viviente en general posee una imaginación funcional en productos fijos, mientras que el humano tiene una imaginación disfuncionalizada con productos indeterminados. En el humano, esto corre parejo con otro rasgo decisivo: el placer de representación tiende a ganarle al placer de órgano (una ensoñación puede ser tan o más fuente de placer que un coito). A su vez este hecho es condición necesaria (pero no suficiente) del surgimiento de otro proceso característico de los humanos (y al que Freud le reconoce a la vez importancia y oscuridad): la sublimación. Para el ser humano son fuente de placer (y capaces de dominar sus necesidades biológicas a incluso oponerse a su simple conservación) investiduras de objetos y actividades que no sólo no procuran ni podrían procurar ningún placer de órgano, sino cuya creación y valoración es social y su dimensión esencial no perceptible.

Esta dilucidación puede y debe completarse a partir de otro elemento ya despejado por Freud en los Tres Ensayos: el deseo de «dominio» de la realidad (y del propio cuerpo del sujeto). ¿Cuáles son el estatuto y el origen de ese deseo de dominio, y cuál su relación con la curiosidad sexual? La respuesta a estas dos preguntas nos lleva a abandonar a Freud, aunque sin traicionarlo. El deseo de dominio es el retoño y la trasposición a la «realidad» de la omnipotencia narcisista originaria, la omnipotencia del sujeto monádico (la misma que con el apelativo de «omnipotencia mágica del pensamiento» Freud encontraba con justa razón en el inconsciente de todos, tanto niños como adultos). Pero observemos que en su origen, y luego en el inconsciente, esa omnipotencia es tal sobre las representaciones (para la psiquis la representación es el género, la «realidad» , la especie) y está al servicio del principio de placer, verdadero cimiento del sentido. En el origen de la psiquis, una representación «sensata» es una representación fuente de placer y una representación fuente de displacer es asensata (una especie de cacofonía). Matriz del sentido: todo se mantiene unido, todo debe mantenerse unido y ese mantenerse- unido es buscado y positivamente evaluado como fuente de placer. El propio placer de órgano es el mantenerse unidos del objeto fuente de satisfacción y la zona erógena donde ésta tiene su sede. El coito es copulación, vale decir reunificación de lo separado (ver Aristófanes en El Banquete).

Por otra parte, la curiosidad sexual infantil apunta en su esencia a responder a la pregunta: ¿de dónde vienen los niños?, a su vez formulación abstracta y generalizada de la pregunta ¿de dónde vengo yo?. Esa pregunta sólo tiene sentido en el telón de fondo de una interrogación sobre el origen -que es un aspecto y un momento del tema del sentido (aspecto y momento de las causas y condiciones del sentido). Más que leche y sueño, la psiquis pide sentido; pide que se mantenga unido, para ella, todo eso que parece presentársele sin orden ni concierto. La cuestión del origen es cuestión de orden y sentido en la dimensión temporal («histórica»). La cuestión del origen perfora la plenitud del presente, presupone por ende la creación de un horizonte temporal propiamente dicho (obra de la imaginación radical del sujeto): horizonte río arriba, nacimiento y comienzo, y horizonte río abajo, horizonte del proyecto pero también de la muerte. Por supuesto, esa temporalización sólo puede hacerse combinada paso a paso con la socialización de la psiquis, que le brinda y la obliga a reconocer un mundo cada vez más diferenciado.

Pero aquí no vamos a tratar ese aspecto. Que el niño responda a la curiosidad sexual con una teoría sexual infantil es un intento de instaurar el dominio de lo que piensa sobre su origen, en otras palabras. esbozar un sentido de su historia. Esto se prolongará a través del tiempo como pregunta acerca del origen de todo, pregunta para la que siempre tendrán respuesta la teología y cosmología socialmente instituidas. Digámoslo de otra manera: la curiosidad sexual tiende a cierto dominio, y como tal el dominio siempre está también sexualmente connotado. (No vamos a tratar aquí los avatares por los cuales todo ello se vincula a un control instrumental de gran importancia para Freud, como se ve en El Porvenir de una ilusión. Se trate de curiosidad sexual, dominio o fuentes de placer, la ruptura con la animalidad está condicionada por el surgimiento de la imaginación radical de la psiquis singular y del imaginario social como fuente de las instituciones, vale decir de los objetos y actividades que pueden alimentar a la sublimación. Ese surgimiento destruye la regulación «instintiva» de lo animal, le agrega al placer de órgano placer de representación, hace brotar la exigencia del sentido y la significación y le responde con la creación, a nivel colectivo, de las significaciones sociales imaginarias que dan cuenta de todo lo que pueda en cada caso presentársele a la sociedad considerada. Esas significaciones, portadas por objetos socialmente instituidos, desexualizados y esencialmente im-perceptibles, son investidas por los sujetos singulares so pena de muerte o locura. El proceso y los resultados de esa investidura es lo que debemos llamar sublimación.

Ahora bien, la sublimación es condición del conocimiento, no conocimiento. Porque en casi todas las sociedades, los objetos sublimatorios son creencias incuestionables (el mundo apoyado en una enorme tortuga o creado en seis días por un Dios que descansó al séptimo) que aseguran la saturación de la exigencia de sentido dando respuesta a todo lo que de manera sensata para determinada sociedad pueda ser objeto de pregunta, y la clausura de la interrogación instaurando una fuente última y católica de la significación. Pero para dilucidar el origen del conocimiento tenemos que ir más lejos.


Conocimiento y pasión por la verdad

Atrevámonos a contradecir a Aristóteles. Eso que psiquis y sociedad desean y necesitan no es el saber sino la creencia. La psiquis nace desde luego con la exigencia de sentido, pero más bien nace en lo que para ella es sentido y seguirá sirviéndole de modelo a lo largo de toda su vida: la clausura sobre sí de la mónada psíquica y la plenitud que la acompaña. Clausura y plenitud que se romperán por la presión aunada de la necesidad corporal y la presencia de ese otro humano de quien depende la satisfacción de la necesidad. La no- satisfacción de la necesidad aparece y sólo puede aparecer como sinsentido («el fin del estado de tranquilidad psíquica», escribe Freud). Por lo tanto, quien asegure la satisfacción de la necesidad será de inmediato erigido en posición de Amo del sentido: la Madre, o quien haga las veces de ella.

En su forma primera, la interrogación es un momento de la lucha de la psiquis por salir de lo a-sensato y de la angustia que éste genera. (En esa etapa lo a-sensato sólo puede aparecer como
amenaza de destrucción de sí). A esa angustia obedece la búsqueda de dominio como control del sentido (al principio efectivamente total como control «alucinante» o «delirante»).

La búsqueda del sentido es búsqueda de la puesta en relación de todo tipo de «elementos» que se presenten, anudada al placer proveniente de la restauración más o menos exitosa de la integridad del flujo psíquico: coalescencia restablecida de la representación, el deseo y el afecto. Eso es el sentido del sentido considerado desde el punto de vista psicoanalítico, y no es difícil ver su relación con el sentido del sentido en filosofía (eudaimonia de la vida teorética). Búsqueda e interrogación están en general saturadas por las significaciones sociales imaginarias que el ser humano absorbe e interioriza durante esa dura escolaridad que es la socialización. Y esas mismas significaciones se instituyen casi siempre en la clausura, ya que excluir la interrogación es la primera y mejor manera de asegurarles validez perpetua. Se nos dirá que la «realidad» misma podría a encargarse de cuestionarlas, pero ocurre que la «realidad» existe sólo cuando ingresa en la red de significaciones instituidas a interpretadas por cada sociedad. Sólo las significaciones puramente «instrumentales», o mejor dicho la dimensión instrumental de ciertas significaciones, entran a veces en cortocircuito a través de la prueba de «realidad».

Lo que pasa a ser apasionadamente investido es la «teoría» social instituida, vale decir las creencias establecidas. El modo de adhesión consiste en el creer, cuya modalidad efectiva es la pasión, que a su vez se manifiesta casi siempre como fanatismo. La pasión es llevada a su máxima intensidad porque el individuo socializado, a riesgo de su propio sinsentido y el de todo su entorno, tiene que identificarse con la institución social y las significaciones que ésta encarna. Negar a una u otras, las más de las veces es suicidarse física y casi siempre psíquicamente. El reverso evidente de esa pasión, de ese amor sin límites de cada uno por sí mismo y por los suyos es el odio a todo aquello que niegue a esos objetos, o sea el odio a las instituciones y significaciones de los demás y a los individuos que las encarnan.

Ese fue y en principio es el estado de la humanidad casi siempre y en todas partes. Pero no hablaríamos del conocimiento como lo opuesto a la creencia, si dicho estado no se hubiera roto algunas veces. Y en realidad lo fue al menos dos veces, en la antigua Grecia y en Europa occidental, tras lo cual los efectos de esa ruptura se hicieron potencialmente accesibles a todo ser y toda colectividad humana.

No podemos saber «por qué» se produjo la ruptura, y a decir verdad tampoco tiene demasiado sentido, ya que la ruptura fue creación. Pero sí podemos caracterizar con mayor precisión su contenido. Resurgimiento de una interrogación que ya no acepta ser saturada por respuestas socialmente instituidas, la ruptura es a la vez creación filosófica, vale decir cuestionamiento indefinidamente abierto de ídolos y certezas tribales, aunque la tribu sea la de los sabios, y creación de la política como política democrática, o sea también cuestionamiento abierto de las instituciones efectivas de la sociedad y apertura de la interminable cuestión de la justicia. Y por último, quizá por sobre todo, fecundación recíproca de ambos movimientos.

Si nos restringimos al terreno del pensamiento propiamente dicho, lo que se convierte así en objeto de pasión es la búsqueda misma, como tan bien lo expresa el término philosophia, es decir, no sabiduría adquirida y asegurada de una vez y para siempre, sino amor o Eros de la sabiduría.

Ese pasaje tiene una triple condición: ontológica, histórico- social y psíquica. Está claro que el proceso de conocimiento presupone dos condiciones vinculadas con el ser mismo, y de las que curiosamente sólo una fue puesta en evidencia por la filosofía heredada. Para que haya conocimiento, algo del ser tiene que ser al menos cognoscible, ya que visiblemente ningún sujeto que sea podría conocer nada de un mundo totalmente caótico. Pero también hace falta que el ser no sea ni «transparente» ni por completo cognoscible. Así como la mera existencia de seres «para sí» nos asegura cierta estabilidad y ordenamiento de al menos un estrato del ser -ese primer estrato natural con que tiene que enfrentarse el viviente-, también la existencia de la historia del conocimiento tiene fuertes implicaciones ontológicas, pues demuestra que el ser no es algo que se agote en una primera interrogación o un primer esfuerzo de conocimiento. Si vamos más a fondo, veremos que esos hechos sólo son pensables planteando cierta estratificación y fragmentación del ser.

La condición histórico- social tiene que ver con la aparición de sociedades abiertas que cuestionen las instituciones y significaciones establecidas y en las que el propio proceso de conocimiento esté positivamente investido y valorado. Dado que la institución de la sociedad tiene existencia efectiva recién cuando es gestada a incorporada por los individuos, lo mismo da decir que el surgimiento de sociedades abiertas entraña y presupone la formación de individuos capaces de sostener y profundizar la interrogación.

Por último, y si como dijimos, lo que más desea la psiquis es la creencia y no el saber o el conocimiento, surge una pregunta capital acerca de las condiciones psíquicas de posibilidad de éste último. ¿Cuáles son los soportes y objetos de investidura del campo del conocimiento que pueden tener sentido desde el punto de vista propiamente psíquico?

Es curioso que aquí el soporte psíquico sea una pasión narcisística que presuponga cierta transustanciación de la propia imagen investida. Uno mismo, ya no investido como poseedor de la verdad, sino como fuente y capacidad creativa siempre renovada. O bien, lo que es igual: la investidura se refiere a la propia actividad de pensamiento como apta para producir resultados verdaderos, pero más allá de cualquier resultado dado en particular. Y esto marcha a la par de otra idea de la verdad, tanto como idea filosófica que como objeto de pasión. Lo verdadero ya no es un objeto a poseer (un «resultado», como decía precisamente Hegel), ni el espectáculo pasivo de un juego de velamiento y develamiento del ser (Heidegger). Lo verdadero se hace creación, siempre abierta y capaz de volver sobre sí misma, de formas de lo pensable y contenidos de pensamiento que puedan encontrarse con lo existente. La investidura deja de ser investidura de un «objeto» , ni siquiera de una «imagen de sí» en el sentido habitual, para ser investidura de un «objeto-no-objeto», actividad y fuente de lo verdadero. La afición a lo verdadero es la pasión del conocimiento, o el pensamiento como Eros.


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NOTAS

* Este texto es un fragmento del artículo «pasión y conocimiento» perteneciente al último libro de Cornelius Castoriadis «Hecho y por hacer» (public. por EUDEBA)

1 Una notable excepción son los trabajos de Piera Auglanier. Ver sobre todo «Los destinos del placer» (Paidós) y «La violencia de la Interpretación» y «Un intérprete en busca de sentido» (Ed. Amorrortu).

PODER POLÍTICA Y AUTONOMÍA

Castoriadis – Poder política autonomía

PODER, POLITICA, AUTONOMIA Cornelius Castoriadis _________________________________________________________________________ El autodespliegue del imaginario radical como sociedad y como historia -como lo socialhistórico- sólo se hace, y no puede dejar de hacerse, en y por las dos dimensiones del instituyente y de lo instituido.

La institución, en el sentido fundador, es una creación originaria del campo social-histórico –del colectivo-anónimo- que sobrepasa, como eidos, toda “producción” posible de los individuos o de la subjetividad.

El individuo -y los individuos- es institución, institución de una vez por todas e institución cada vez distinta en cada distinta sociedad.

Es el polo cada vez específico de la imputación y de la atribución social establecidos según normas, sin las cuales no puede haber sociedad.

La subjetividad, como instancia reflexiva y deliberante (como pensamiento y voluntad) es proyecto social histórico, pues el origen (acaecido dos veces, en Grecia y en Europa Occidental, bajo modalidades diferentes) es datadle y localizable.

En el núcleo de las dos, la mónada psíquica, irreductible a lo social-histórico, pero formable por éste casi ilimitadamente a condición de que la institución satisfaga algunos requisitos mínimos de la psique.

El principal entre todos: nutrir a la psique de sentido diurno, lo cual se efectúa forzando e induciendo al ser humano singular, a través de un aprendizaje que empieza desde su nacimiento y que va robusteciendo su vida, invistiendo y dando sentido para sí a las partes emergidas del magma de significaciones imaginarias sociales instituidas cada vez por la sociedad y que son las que comparte con sus propias instituciones particulares.

Resulta evidente que lo social-histórico sobrepasa infinitamente toda “inter-subjetividad”.

Este término viene a ser la hoja de parra que no logra cubrir la desnudez del pensamiento heredado a este respecto, la evidencia de su incapacidad para concebir lo social-histórico como tal.

La sociedad no es reducible a la “intersubjetividad”, no es un cara-a-cara indefinidamente múltiple, pues el cara-a-cara o el espalda-a-espalda sólo pueden tener lugar entre sujetos ya socializados.

Ninguna “cooperación” de sujetos sabría crear el lenguaje, por ejemplo.

Y una asamblea de inconscientes nucleares sería imaginariamente más abstrusa que la peor sala de locos furiosos de un manicomio.

La sociedad, en tanto que de siempre ya instituida, es auto-creación y capacidad de auto-alteración, obra del imaginario radical como instituyente que se autoconstituye como sociedad constituida e imaginario social cada vez particularizado.

El individuo como tal no es, por lo tanto, “contingente” relativamente a la sociedad.

Concretamente, la sociedad no es más que una mediación de encarnación y de incorporación fragmentaria y complementaria, de su institución y de sus significaciones imaginarias, por los individuos vivos, que hablan y se mueven.

La sociedad ateniense no es otra cosa que los atenienses, sin los cuales no es más que restos de un paisaje trabajado, restos de mármol y de ánforas, de inscripciones indescifrables, estatuas salvadas de las aguas en alguna parte del Mediterráneo-, pero los atenienses son sólo atenienses por el nomos de las polis.

En esta relación entre una sociedad instituida que sobrepasa infinitamente la totalidad de los individuos que la “componen”, pero no puede ser efectivamente más que en estado “realizado” en los individuos que ella fabrica, y en estos individuos puede verse un tipo de relación inédita y original, imposible de pensar bajo las categorías del todo y las partes, del conjunto y los elementos, de lo universal y lo particular, etc.

Creándose, la sociedad crea al individuo y los individuos en y por los cuales sólo puede ser efectivamente.

Pero la sociedad no es una propiedad de composición, ni un todo conteniendo otra cosa y algo más que sus partes -no sería más que por ello que sus “partes” son llamadas al ser, y a “ser así”, por ese “todo” que, en consecuencia, no puede ser más que por ellas, en un tipo de relación sin analogía en ningún otro lugar, que debe ser pensada por “ella misma”, a partir de “ella misma” como modelo de “sí misma”.

Pero a partir de aquí hay que ser muy precavidos.

Se habría apenas avanzado (como algunos creen) diciendo: la sociedad hace los individuos que hacen la sociedad.

La sociedad es obra del imaginario instituyente.

Los individuos están hechos por la sociedad, al mismo tiempo que hacen y rehacen cada vez la sociedad instituida: en un sentido, ellos sí son sociedad.

Los dos polos irreductibles son el imaginario, radical instituyente -el campo de creación sociohistórico-, por una parte, y la psique singular, por otra.

A partir de la psique, la sociedad instituida hace cada vez a los individuos -que como tales, no pueden hacer más que la sociedad que les ha hecho-.

Lo cual no es más que la imaginación radical de la psique que llega a transpirar a través de los estratos sucesivos de la coraza social que es el individuo, que la recubre y penetra hasta un cierto punto -límite insondable, ya que se da una acción de vuelta del ser humano singular sobre la sociedad-.

Nótese de entrada que una tal acción es rarísima y en todo caso imperceptible en la casi totalidad de las sociedades, donde reina la heteronomía instituida, y donde aparte del abanico de roles sociales predefinidos, las únicas vías de manifestación reparable de la psique singular son la transgresión y la patología.

Sucede de manera distinta en aquellas sociedades donde la ruptura de la heteronomía completa permite una verdadera individualización del individuo, y donde la imaginación radical de la psique singular puede a la vez encontrar o crear los medios sociales de una expresión pública original y contribuir a la auto-alteración del mundo social.

La institución y las significaciones imaginarias que lleva consigo y que la animan son creaciones de un mundo, el mundo de la sociedad dada, que se instaura desde el principio en la articulación entre un mundo “natural” y “sobre-natural” -más comúnmente “extra-social” y “mundo humano” propiamente dicho.

Esta articulación puede ir desde la casi fusión imaginaria hasta la voluntad de separación más rotunda; desde la puesta de la sociedad al servicio del orden cósmico o de Dios hasta el delirio más extremo de dominación y enseñoramiento sobre la naturaleza.

Pero, en todos los casos, la “naturaleza” como la “sobre-naturaleza”, son cada vez instituidas, en su propio sentido como tal y en sus innombrables articulaciones, y esta articulación contempla relaciones múltiples y cruzadas con las articulaciones de la sociedad misma instauradas cada vez por su institución.

Creándose como eidos cada vez singular (las influencias, transmisiones históricas, continuidades, similitudes, etc.

, ciertamente existen y son enormes, como las preguntas que suscitan, pero no modifican en nada la situación principal y no pueden evitar la presente discusión), la sociedad se despliega en una multiplicidad de formas organizativas y organizadas.

Se despliega, de entrada, como creación de un espacio y de un tiempo (de una espacialidad y de una temporalidad) que le son propias, pobladas de una cáfila de objetos “naturales”.

“sobrenaturales” y “humanos”, vinculados por relaciones establecidas en cada ocasión por la sociedad, consideradas y sostenidas siempre sobre una propiedades inmanentes del ser-así del mundo.

Pero estas propiedades son re-creadas, elegidas, filtradas, puestas en relación y sobre todo: dotadas de sentido por la institución y las significaciones imaginarias de la sociedad dada.

El discurso general sobre estas articulaciones, trivialidades dejadas de lado, es casi imposible, son cada vez obra de la sociedad considerada como tal, impregnada de sus significaciones imaginarias.

La “materialidad”, la “concretud” de tal o cual institución puede aparecer como idéntica o marcadamente similar entre dos sociedades, pero la inmersión, en cada ocasión, de esta aparente identidad material en un magma distinto de diferentes significaciones, es suficiente para alterarla en su efectividad social-histórica (así sucede con la escritura, con el mismo alfabeto, en Atenas el 450 a.

C.

y en Constantinopla en el 750 de nuestra era).

La constatación de la existencia de universales a través de las sociedades -lenguaje, producción de la vida material, organización de la vida sexual y de la reproducción, normas y valores, etc.

- está lejos de poder fundar una “teoría cualquiera de la sociedad y de la historia-.

En efecto, no se puede negar en el interior de estas universales “formales” la existencia de otras universales más específicas: así, en lo que hace referencia al lenguaje, ciertas leyes fonológicas.

Pero precisamente -como la escritura con el mismo alfabeto- estas leyes sólo conciernen a los límites del ser de la sociedad, que se despliega como sentido y significación.

En el momento en que se trata de las “universales”, “gramaticales” o “sintácticas”, se encuentran preguntas mucho más temibles.

Por ejemplo, la empresa de Chomsky debe enfrentarse a este dilema imposible: o bien las formas gramaticales (sintácticas) son totalmente indiferentes en cuanto al sentido enunciado del que todo traductor conoce lo absurdo del mismo; o bien estos contienen desde el primer lenguaje humano, y no se sabe cómo, todas las significaciones que aparecerán para siempre en la historia -lo cual comporta una pesada e ingenua metafísica de la historia.

Decir que, en todo lenguaje debe ser posible expresar la idea “John ha dado una manzana a Mary” es correcto, pero tristemente insuficiente.

Uno de los universales que podemos “deducir” de la idea de sociedad, una vez que sabemos qué es una sociedad y qué es la psique, concierne a la validez efectiva (Geltung), positiva (en el sentido del “derecho positivo”) del inmenso edificio instituido.

¿Qué sucede para que la institución y las instituciones (lenguajes, definición de la “realidad” y de la “verdad”, maneras de hacer, trabajo, regulación sexual, permisión / prohibición, llamadas a dar la vida por la tribu o por la nación, casi siempre acogida con entusiasmo) se impongan a la psique, por esencia radicalmente rebelde a todo este pesado fárrago, que cuanto más lo perciba más repugnante le resultará? Dos vertientes se nos muestran para abordar la cuestión: la psíquica y la social.

Desde el punto de vista psíquico la fabricación social del individuo es un proceso histórico a través del cual la psiquis es constreñida (sea de una manera brutal o suave, es siempre por un acto que violenta su propia naturaleza) a abandonar (nunca totalmente, pero lo suficiente en cuanto necesidad / uso social) sus objetos y su mundo inicial y a investir unos objetos, un mundo, unas reglas que están socialmente instituidas.

En esto consiste el verdadero sentido del proceso de sublimación.

El requisito mínimo para que el proceso pueda desarrollarse es que la institución ofrezca a la psique un sentido -otro tipo de sentido que el protosentido de la mónada psíquica-.

El individuo social que constituye así interiorizando el mundo y las significaciones creadas por la sociedad -interiorizando de este modo explícitamente fragmentos importantes e implícitamente su totalidad virtual por los “re-envíos” interminables que ligan magmáticamente cada fragmento de este mundo a los otros.

La vertiente social de este proceso es el conjunto de las instituciones que impregnan constantemente al ser humano desde su nacimiento, y en destacado primer lugar el otro social, generalmente pero no ineluctablemente la madre, (que toma conciencia de sí estando ya ella misma socializada de una manera determinada), y el lenguaje que hable ese otro.

Desde una perspectiva más abstracta, se trata de la “parte” de todas las instituciones que tiende a la escolarización, al pupilaje, a la educación de los recién llegados –lo que los griegos denominan paideia: familia, ritos, escuela, costumbre y leyes, etc.

La validez efectiva de las instituciones está así asegurada de entrada y antes que nada por el proceso mismo mediante el cual el pequeño monstruo chillón se convierte en un individuo social.

Y no puede convertirse en tal más que en la medida en que ha interiorizado el proceso.

Si definimos como poder la capacidad de una instancia cualquiera (personal o impersonal) de llevar a alguno (o algunos-unos) a hacer (o no hacer) lo que, a sí mismo, no habría necesariamente (o habría hecho quizá) es evidente que el mayor poder concebible es el de preformar a alguien de suerte que por sí mismo haga lo que se quería que hiciese sin necesidad de dominación (Herrschaft) o de poder explícito para llevarlo a.

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Resulta evidente que esto crea para el sujeto sometido a esa formación, a la vez la apariencia de la “espontaneidad” más completa y en la realidad estamos ante la heteronomía más total posible.

En relación a este poder absoluto, todo poder explícito y toda dominación son deficientes y testimonian una caída irreversible.

(En adelante hablaré de poder explícito; el término dominación debe ser reservado a situaciones social-históricas específicas, esas en las que se ha instituido una división asimétrica y antagónica del cuerpo social).

Anterior a todo poder explícito y, mucho más, anterior a toda “dominación”, la institución de la sociedad ejerce un infra-poder radical sobre todos los individuos que produce.

Este infra-poder, manifestación y dimensión del poder instituyente del imaginario radical- no es localizable.

Nunca es solo el de un individuo o una instancia determinada.

Es “ejercido” por la sociedad instituida, pero detrás de ésta se halla la sociedad instituyente, “y desde que la institución se establece, lo social instituyente se sustrae, se distancia, está ya aparte”.

A su alrededor la sociedad instituyente, por radical que sea su creación, trabaja siempre a partir y sobre lo ya constituido, se halla siempre -salvo por un punto inaccesible en su origen- en la historia.

La sociedad instituyente es, por un lado, inmensurable, pero también siempre retoma lo ya dado, siguiendo las huellas de una herencia, y tampoco entonces se sabría fijar sus límites.

Es pues, en cierto sentido, el poder del campo histórico-social mismo, el poder de autis, de Nadie.

La política tal y como ha sido creada por los griegos ha comportado la puesta en tela de juicio explícita de la institución establecida de la sociedad -lo que presuponía y esto se ve claramente afirmado en el siglo V, que al menos grandes partes de esta institución no tenían nada de “sagrado”, ni de “natural”, pero sustituyeron al nomos-.

El movimiento democrático se acerca a lo que he denominado el poder explícito y tiende a reinstituirlo.

Tanto la política griega como la política kata ton orthon logon pueden ser definidas como la actividad colectiva explícita queriendo ser lúcida (reflexiva y deliberativa), dándose como objeto la institución de la sociedad como tal.

Así pues, supone una puesta al día, ciertamente parcial, del instituyente en persona (dramáticamente, pero no de una manera exclusiva, ilustrada por los momentos de revolución).

La creación de la política tiene lugar debido a que la institución dada de la sociedad es puesta en duda como tal y en su diferentes aspectos y dimensiones (lo que permite descubrir rápidamente, explicitar, pero también articular de una manera distinta la solidaridad), a partir de que una relación otra, inédita hasta entonces, se crea entre el instituyente y el instituido.

La política se sitúa pues de golpe, potencialmente, a un nivel a la vez radical y global, así como su vástago, la “filosofía política” clásica.

Hemos dicho potencialmente ya que, como se sabe, muchas instituciones explícitas, y entre ellas, algunas que nos chocan particularmente (la esclavitud, el estatuto de las mujeres), en la práctica nunca fueron cuestionadas.

Pero esta consideración no es pertinente.

La creación de la democracia y de la filosofía es la creación del movimiento histórico en su origen, movimiento que se da desde el siglo VIII al siglo V, y que se acaba de hecho con el descalabro del 404.

La institución de la sociedad es considerada como obra humana (Demócrito, Mikros Diakosmos en la transmisión de Tzetzés).

Al mismo tiempo los griegos supieron muy pronto que el ser humano será aquello que hagan los nomoi de la polis (claramente formulado por Simónides, la idea fue todavía respetada en varias ocasiones como una evidencia por Aristóteles).

Sabían pues, que no existe ser humano que valga sin una polis que valga, que sea regida por el nomos apropiado.

Es el descubrimiento de lo “arbitrario” del nomos al mismo tiempo que su dimensión constitutiva para el ser humano, individual y colectivo, lo que abre la discusión interminable sobre lo justo y lo injusto y sobre el “buen régimen”.

Es esta radicalidad y esta conciencia de la fabricación del individuo por la sociedad en la cual vive, lo que encontramos detrás de las obras filosóficas de la decadencia -del siglo IV, de Platón y de Aristóteles-, las dirige como una Selbstverstandlichkeit -y las alimenta-.

No es de ninguna manera casualidad que el renacimiento de la vida política en Europa Occidental vaya unida, con relativa rapidez, a la reaparición de “utopías” radicales.

Estas utopías prueban, de entrada y antes que nada, esta conciencia: la institución es obra humana.

La creación por los griegos de la política y la filosofía es la primera aparición histórica del proyecto de autonomía colectiva e individual.

Si queremos ser libres, debemos hacer nuestro nomos.

Si queremos ser libres, nadie debe poder decirnos lo que debemos pensar.

Casi siempre y en todas partes las sociedades han vivido en la heteronomía instituida.

En esta situación, la representación instituida de una fuente extra-social del nomos constituye una parte integrante.

La negación de la dimensión instituyente de la sociedad, el recubrimiento del imaginario instituyente por el imaginario instituido va unido a la creación de individuos absolutamente conformados, que se viven y se piensan en la repetición.

La autonomía surge, como germen, desde que la pregunta explícita e ilimitada estalla, haciendo hincapié no sobre los “hechos” sino sobre las significaciones imaginarias sociales y su fundamento posible.

Momento de la creación que inaugura, no sólo otro tipo de sociedad sino también otro tipo de individuos.

Y digo bien germen, pues la autonomía, ya sea social o individual, es un proyecto.

La aparición de la pregunta ilimitada crea un eidos histórico nuevo, -la reflexión en un sentido riguroso y amplio o autoreflexividad, así como el individuo que la encarna y las instituciones donde se instrumentaliza-.

Lo que se pregunta, en el terreno social, es: ¿Son buenas nuestras leyes? ¿Son justas? ¿Qué leyes debemos hacer? Y en un plano individual: ¿Es verdad lo que pienso? ¿Cómo puedo saber si es verdad en el caso de que lo sea? El momento del nacimiento de la filosofía no es el de la aparición de la “pregunta por el ser”, sino el de la aparición de la pregunta: ¿qué debemos pensar? (La “pregunta por el ser” no constituye mas que un momento; por otra parte, es planteada y resuelta a la vez en el Pentateuco, así como en la mayor parte de los libros sagrados).

El momento del nacimiento de la democracia y de la política, no es el reino de la ley o del derecho, ni el de los “derechos del hombre”, ni siquiera el de la igualdad como tal de los ciudadanos: sino el de la aparición en el hacer efectivo de la colectividad en su puesta a tela de juicio de la ley.

¿Qué leyes debemos hacer? Es en este momento cuando nace la política y la libertad como social-históricamente efectiva.

Nacimiento indisociable del de la filosofía (la ignorancia sistemática y de ningún modo accidental de esta indisociación es lo que falsea constantemente la mirada de Heidegger sobre los griegos así como sobre el resto).

Autonomía, auto-nomos, darse uno mismo sus leyes.

Precisión apenas necesaria después de lo que hemos dicho sobre la heteronomía.

Aparición de un eidos nuevo en la historia del ser: un tipo de ser que se da a sí mismo, reflexivamente, sus leyes de ser.

Esta autonomía no tiene nada que ver con la “autonomía” kantiana por múltiples razones, basta aquí con mencionar una: no se trata, para ella, de descubrir en una Razón inmutable una ley que se dará de una vez por todas -sino de interrogarse sobre la ley y sus fundamentos, y no quedarse fascinado por esta interrogación, sino hacer e instituir (así pues, decir)-.

La autonomía es el actuar reflexivo de una razón que se crea en un movimiento sin fin, de una manera a la vez individual y social.

Llegamos a la política propiamente dicha y empezamos por el protéron pros hémas, para facilitar la comprensión: el individuo ¿En qué sentido un individuo puede ser autónomo? Esta pregunta tiene dos aspectos: interno y externo.

El aspecto interno: en el núcleo del individuo se encuentra una psique (inconsciente, pulsional) que no se trata ni de eliminar ni de domesticar; ello no sería simplemente imposible, de hecho supondría matar al ser humano.

Y el individuo en cada momento lleva consigo, en sí, una historia que no puede ni debe “eliminar”, ya que su reflexividad misma, su lucidez, son, de algún modo, el producto.

La autonomía del individuo consiste precisamente en que establece otra relación entre la instancia reflexiva y las demás instancias psíquicas, así como entre su presente y la historia mediante la cual él se hace tal como es, le permite escapar de la servidumbre de la repetición, de volver sobre sí mismo, de las razones de su pensamiento y de los motivos de sus actos, guiado por la intención de la verdad y la elucidación de su deseo.

Que esta autonomía pueda efectivamente alterar el comportamiento del individuo (como sabemos que lo puede hacer), quiere decir que éste ha dejado de ser puro producto de su psique, de su historia, y de la institución que lo ha formado.

Dicho de otro modo, la formación de una instancia reflexiva y deliberante, de la verdadera subjetividad, libera la imaginación radical del ser humano singular como fuente de creación y alteración, y le permite alcanzar una libertad efectiva, que presupone ciertamente la indeterminación del mundo psíquico y la permeabilidad en su seno, pero conlleva también el hecho de que el sentido simplemente dado deja de ser planteado (lo cual sucede siempre cuando se trata del mundo social-histórico), y existe elección del sentido no dictado con anterioridad.

Dicho de otra manera una vez más, en el despliegue y la formación de este sentido, sea cual sea la fuente (imaginación radical creadora del ser singular o recepción de un sentido socialmente creado), la instancia reflexiva, una vez constituida, juega un rol activo y no predeterminado.

A su alrededor, esto presupone también un mecanismo psíquico: ser autónomo implica que se le ha investido psíquicamente la libertad y la pretensión de verdad.

Si ese no fuera el caso, no se comprendería por qué Kant, se esfuerza en las Críticas, en lugar de divertirse con otra cosa.

Y este investimiento psíquico, -“determinación empírica”- no quita la eventual validez de las ideas contenidas en las Críticas ni la merecida admiración que nos produce el audaz anciano, ni al valor moral de su empresa.

Porque desatiende todas estas consideraciones, la libertad de la filosofía heredada permanece como ficción, fantasma sin cuerpo, constructum sin interés “para nosotros, hambres distintos”, según la expresión obsesivamente repetida por el mismo Kant.

El aspecto externo nos sumerge de lleno en medio del océano social-histórico.

Yo no puedo ser libre solo, ni en cualquier sociedad (ilusión de Descartes, que pretendió olvidar que él estaba sentado sobre veintidós siglos de preguntas y de dudas, que vivía en una sociedad donde, desde hacía siglos, la Revelación como fe del carbonero dejó de funcionar, la “demostración” de la existencia de Dios se convirtió en exigible para todos aquellos que, incluso los creyentes, pensaban).

No se trata de la ausencia de coacción formal (“opresión” sino de la ineliminable interiorización de la institución social sin la cual no hay individuo.

Para investir la libertad y la verdad, es necesario que éstas hayan ya aparecido como significaciones imaginarias sociales.

Para que los individuos pretendan que surja la autonomía, es preciso que el campo social-histórico ya se haya auto-alterado de manera que permita abrir un espacio de interrogación sin límites (sin Revelación instituida, por ejemplo).

Toda institución, por más lúcida, reflexiva y deseada que sea surge del imaginario instituyente, que no es ni formalizable ni localizable.

Toda institución, así como la revolución más radical que se pueda concebir, sucede siempre en una historia ya dada e incluso por más que tenga el proyecto alocado de hacer tabla rasa total, se encuentra que debería utilizar los objetos de la tabla para hacerla rasa.

El presente transforma siempre el pasado en pasado-presente, es decir que el ahora adecuado no será más que la “re-interpretación” constante a partir de lo que se está creando, pensando, poniendo -pero es este pasado, no cualquier pasado, el que el presente modela a partir de su imaginario.

Toda la sociedad debe proyectarse en un porvenir que es esencialmente incierto y aleatorio.

Toda sociedad deberá socializar la psique de los seres que la componen, y la naturaleza de esta psique impone tanto a los modos como al contenido de esta socialización de fuerzas tan inciertas como decisivas.

La política es proyecto de autonomía: actividad colectiva reflexionada y lúcida tendiendo a la institución global de la sociedad como tal.

Para decirlo en otros términos, concierne a todo lo que, en la sociedad, es participable y compartible.

Pues esta actividad auto-instituyente aparece así como no conociendo, y no reconociendo, de jure, ningún límite (prescindiendo de las leyes naturales y biológicas).

Si la política es proyecto de autonomía individual y social (dos caras de lo mismo), se derivan buenas y abundantes consecuencias sustantivas.

En efecto, el proyecto de autonomía debe ser puesto (“aceptado”, “postulado”).

La idea de autonomía no puede ser fundada ni demostrada, toda fundación o demostración la presupone (ninguna “fundación” de la reflexión sin presuposición de la reflexividad).

La autonomía es pues el proyecto -y ahora nos situamos sobre un plano a la vez ontológico y político- que tiende, en un sentido amplio, a la puesta al día del poder instituyente y su explicación reflexiva (que no puede nunca ser más que parcial); y en un sentido más estricto, la reabsorción de lo político, como poder explícito, en la política, actividad lúcida y deliberante que tiene como objeto la institución explícita de la sociedad (así como de todo poder explícito) y su función como nomos, diké, télos -legislación, jurisdicción, gobierno- hacia fines comunes y obras públicas que la sociedad se haya propuesto deliberadamente.

Su fin puede formularse así: crear las instituciones que, interiorizadas por los individuos, faciliten lo más posible el acceso a su autonomía individual y su posibilidad de participación efectiva en todo poder explícito existente en la sociedad.

_________________________________ Traducción: Ignacio de Llorens Revisión técnica: Fernando Urribarri